La prensa nacional es impactada frecuentemente por versiones dignas de crédito y respetable procedencia de que la firme y legítima decisión de impedir la presencia de inmigrantes no regulados en el territorio nacional escapa, en la práctica, a la plenitud de controles éticos superiores sobre los subalternos que aplican la medida. En buen cristiano: que las redadas, masivas y de dispersa manu militari brinda oportunidad a la extorsión y a sistematizar los abusos para el despojo de dinero a extranjeros manipulables. Desde siempre, los traficantes de viajeros que se constituyen en bandas han tenido presencia escandalosa a través de la línea fronteriza y en ocasiones se las ha perseguido y neutralizado; pero esa no ha sido la norma y ahora lo sería menos por la intensidad impresa a la detección de ingresos subrepticios aunque, visiblemente, continúa acentuada y hasta creciente la participación de inmigrantes en la agricultura y la construcción. Sus asentamientos están incólumes en suburbios urbanos y villorrios rurales.
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Como si las repatriaciones -y así lo creen muchos- no lograran ausencias permanentes de quienes siempre están dispuestos a pagar para su regreso a este lar que tratan como tierra prometida. Se infiltran fácil y se les restringe poco en el acceso a las plazas laborales. Al Gobierno debe preocuparle seriamente que cunda la certeza de que las activas deportaciones facilitan, sin él quererlo, el azote de asociaciones de malhechores que exponen al país al descrédito y alientan a enemigos externos.