En un mundo globalizado donde la inversión extranjera es vital para el desarrollo de pueblos y naciones, especialmente las de menos pujanza económica, los estados tienen que ser cuidadosos en el tratamiento y ventilación de cualquier caso que pueda tener incidencia en los capitales foráneos o en la operación de sus empresas.
Esto no implica en modo alguno que los gobiernos cedan o se vean forzosamente sometidos a condicionamientos o presiones de firmas extranjeras cuando, en ejercicio pleno de sus facultades legales en cualquier campo, decidan intervenir y tomar acciones en defensa de legítimos intereses nacionales, como por ejemplo ha ocurrido con la minería en el país.
En algunos círculos internacionales ligados a capitales e inversores ha causado inquietud la posibilidad de que el proceso judicial contra ejecutivos de dos importantes empresas constructoras brasileñas, por supuestos actos de corrupción y tráfico de influencia, puedan afectar la operación de sus firmas subsidiarias en el exterior, ya que trata de dos consorcios con gran expansión transnacional.
La tesis enarbolada en ese sentido no aboga por ignorar esos casos, sujetos siempre a los dictámenes de la justicia y los tribunales siguiendo los debidos procesos de ley, sino a evitar que la acción perjudique las operaciones de las compañías, cuando en realidad se trata de asuntos de la responsabilidad personal de sus ejecutivos.
“Castigar a las personas, no destruir a las empresas”, es la advertencia que sobre la operación Lava Jato enarbolan personalidades del Brasil, entre las que figuran juristas criminalistas y expertos de otras latitudes del continente.
Aunque la presidenta Dilma Rousseff está al borde de una seria crisis política y con la popularidad más baja desde el inicio de su mandato, en lo que ha incidido precisamente el escándalo de Petrobras, la petrolera administrada por el Estado brasileño, no deja de tener sentido la afirmación de su administración, de que “ser capaz de castigar la corrupción no puede significar la necesidad de reconocer la importancia de la empresas privadas”.
El gobierno brasileño está notoriamente preocupado por el impacto económico de la investigación, que debe continuar y profundizarse, pero sin que esto pueda deteriorar el clima de seguridad que debe preservarse siempre para estimular a los inversores y que la propia economía crezca en sus casas matrices.
Las inversiones extranjeras tienen que estar constantemente monitoreadas para que se ajusten a los contratos suscritos y la estricta observancia de las leyes en los países donde operan, pero como contraparte imprescindible se les debe garantizar seguridad jurídica y protegerlas de cualquier aspecto negativo que no esté debidamente sustentado y que provenga tan solo de especulaciones.
Aun en medio del agobio en que está inmersa, con un rechazo a su gestión de parte del 71% de los brasileños, Rousseff no ha perdido su obligación de jefa de Estado y por eso, con serena pero firme decisión, ha advertido que se debe castigar cualquier irregularidad, “no destruir a las empresas, que tienen que ser preservadas”, tras indicar que las personas, si fueren culpadas, son las que tienen que ser sancionadas”.
Publicaciones de Brasil indican que con estas afirmaciones la presidenta Roussef defendió la investigación de los supuestos delitos de distracción de fondos cometidos contra Petrobras, pero insistiendo en la necesidad de evitar el colapso de empresas privadas que dinamizan la economía y que además son fuentes de empleos dentro y fuera de su territorio.
Aunque en la práctica no es tan fácil mantener una estricta separación entre esos dos cruciales elementos, el esfuerzo de transparencia y de esclarecedora justicia no debe ir más allá de lo justo y necesario para combatir la corrupción.