Pedro Roberto Rodríguez
Era una de mis primeras clases de filosofía, el maestro hacía su entrada al aula y al ingresar llamó la atención de todos los que allí estábamos en ese momento. ¿Cuál habría sido el motivo de que el profesor lograra hacer que todos los participantes de la clase quedáramos asombrados?
Mientras venía caminando hasta llegar a su escritorio traía consigo un vaso de cristal y dentro de ese vaso una rosa. De repente hizo una pregunta. ¿Qué pensaban ustedes mientras me veían caminar con ese vaso y una rosa dentro de él?
Inmediatamente algunos empezaron a responder, de hecho, aún me acuerdo de algunas respuestas como, que le sorprendía que un hombre entrara a una clase con vaso y además con una rosa o que tenía que ver la filosofía con un vaso y una rosa y otras respuestas más.
Independientemente de las respuestas que se daban, no se podía ignorar una cosa, a saber, que el profesor había logrado su objetivo, el cual era sorprender a cada uno/una de los que allí estábamos en ese lugar.
Justamente esa era la reacción que yo quería ver en ustedes, expresaba complacido el maestro. Y proseguía.
Ciertamente la filosofía empieza con una palabra y esa palabra es “asombro”. Asombro no es más que esa capacidad que poseemos los seres humanos y que hace que podamos salir de nosotros mismos y admirar el mundo exterior , como decía un gran pensador, el único ser de todos los seres vivientes capaz de admirarse por lo que existe es el ser humano.
La filosofía tiene su origen en el asombro, que como toda pasión nos asalta, nos coge y se apodera de nosotros. Nos permite admirarnos y sorprendernos de la realidad que nos rodea, nos lleva a hacernos las preguntas más trascendentales sobre el mundo y la vida.
Por ejemplo: ¿Cómo se creó el mundo? ¿Quién soy? ¿Hay otra vida después de la muerte? ¿Cómo debemos vivir? En todas las épocas, los seres humanos se han hecho preguntas de este tipo. No se conoce ninguna cultura que no se haya preocupado por saber quiénes somos los seres humanos y de dónde procede el mundo.
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De hecho, las religiones como sistemas de creencias intentan desde las primeras civilizaciones dar respuestas a estas preguntas que a algunos satisface y a otros no.
Por otro lado están la ciencia y la tecnología que con sus avances han pretendido encontrar la respuesta última a estos cuestionamientos, sin embargo, todavía en pleno siglo XXI no han podido dar una respuesta satisfactoria a estas interrogantes.
Gracias a la capacidad de asombro, gracias a la contemplación, los primeros filósofos como Tales de Mileto o Pitágoras, por mencionar algunos, procuraron salir de sí mismos y se dejaron cautivar por la realidad.
También Immanuel Kant un filósofo de la Modernidad expresaba lo siguiente: “Dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto, siempre nuevos y crecientes cuanto con más frecuencia y aplicación se ocupa de ellas la reflexión: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral en mí”.
Para Kant, el asombro hace que el ser humano sea capaz de conocerse él mismo, de admirarse de él, al tiempo que es capaz de conocer el mundo exterior y admirarse por él. A todo esto es de vital importancia hacernos la siguiente pregunta.
¿Para qué cultivar la capacidad de asombro? En la cultura postmoderna en la que nos ha tocado vivir, anclada en el utilitarismo exalta “valores” como, el consumo por el consumo, la vida superficial a través de las redes sociales, considera los seres humanos como meros objetos y no como personas.
Esta deshumanización de la persona hace que nos lleve a practicar el ejercicio de cultivar la capacidad de asombro.
Que promueva otra vez la admiración, la maravilla, el asombro, la curiosidad.
En la sociedad de consumo no hay tiempo para pensar, ni mucho menos para admirarnos. El ser se confunde con el tener, hasta perder su esencia. No hay tiempo para cuestionarse y si lo hubiese, poco interesa profundizar en las cosas, en la realidad, de buscar esa verdad con mayúscula de la que tanto habla Platón.
Y los que procuran hacerse preguntas son mirados como vagos o utópicos. Urge volver a cultivar esa capacidad de asombro, urge volver a preguntarnos por el qué de las cosas, no solo aprovecharnos de ellas, sino también ahondar en su origen.
Hemos abandonado la capacidad de valorar las cosas y de admirarnos ante ellas, y le haremos un bien a nuestra sociedad, a nuestra patria y a nosotros mismos cuando volvamos a asombrarnos del mundo en el que vivimos y de nosotros mismos.
Es una tarea de cada uno y cada una ser buscadores de la verdad con mayúscula a la que todos y todas queremos llegar a descubrir.