La libertad no es un medio para acceder a un fin político superior. Es en sí misma el máximo fin político. Lord Acton, Historia de la libertad (1907)[1]
Los buscadores occidentales, que habían descubierto su capacidad de erigir una civilización y estaban determinados en su empeño, en cumplimiento de la misión colectiva de la humanidad, inventaron una nueva ciencia de la historia. Si la era de los descubrimientos abrió en América nuevos terrenos de experimentación y autogobierno, la era de la ciencia generaría nuevas concepciones de las fuerzas históricas que arrastran consigo a hombres y sociedades. Produjo el historicismo, la teoría de los acontecimientos están determinados por condicionantes que escapan el control humano, arrebatando así la historia a Dios y a la comunidad, en una versión moderna de la profecía. [2]
Me ha sorprendido mucho que Boorstin haya incluido a Maquiavelo en la llamada por él como “la senda de los liberales”, y escribiendo esto me pregunto: ¿Era entonces conservador? Y me doy cuenta que he caído presa del maniqueísmo de calificar el pensamiento en uno u otro sentido. Entonces no lo cuestionaré. El propio Boorstin me incrimina sin saberlo, diciendo que “el nombre del primer científico político moderno se convertiría en sinónimo de la perversidad y falsedad de los políticos. La reputación de Maquiavelo (1469-1527) ha quedado malparada por la historia. Ha sido tratado de polemista vacuo y aspirante a la inmortalidad política, cuando en realidad fue un sutil intérprete, un buscador de las grandes verdades de la experiencia política europea.[3]
Afirma que nos hemos conformado (yo entre ellos, y lo confieso con rubor), que se ha juzgado a este pensador solo por las 100 páginas de “El Príncipe”; mientras somos capaces de analizar a Karl Marx más allá del Manifiesto Comunista, tomando los tomos de El Capital para evaluar sus aportes. Por esta razón sostiene que debemos redescubrir a Maquiavelo, pues equivaldría a comprender los orígenes y las bases de la ciencia política moderna.
Me dejaron casi noqueada sus ideas sobre Maquiavelo. Tuve que detener la lectura y respirar. Cuando pude proseguir me encontré con el capítulo que dedica a John Locke, uno de mis pensadores favoritos. Y al iniciar la lectura, Boorstin, también sin saberlo, me da otra gran lección. A diferencia del pensador anterior, Locke, defensor del absolutismo, ha sido absuelto, sin crítica alguna. Sus obras, dice Boorstin, no expresan ideas originales ni sutiles. “Su estilo era prosaico. De modo que su carrera y escritos pueden ilustrar la paradoja del pensamiento liberal (…) Este hombre, que creó una epistemología moderna e ideas capitales para las revoluciones democráticas, es uno de los grandes pensadores menos sistemáticos de la era moderna.”[4]
Sin embargo, y a pesar de su mordaz crítica a este pensador que tanto me gusta (¿gustaba? No lo sé), lo consideraba como un filósofo con muchas limitaciones, que sin embargo debía tener el título del Aristóteles de la modernidad, porque aportó modos de pensar aplicables a la ciencia y a la sociedad, “siempre flexibles al arbitrio del sentido común.”[5]
Cuando comencé a leer el siguiente capítulo acerca de Voltaire, tenía aprehensión. Presentía que volvería a golpear mis viejas ideas, pues este pensador es otro al que le he dedicado tiempo para conocerlo y exponerlo a mis alumnos de Historia de las Ideas Políticas. Por suerte ya abandoné esa asignatura, pues quizás estaría enseñando ideas erradas. Voltaire era más que nada un artista, un filósofo y un pensador. Afirma Boorstin, que este gran representante de la Ilustración francesa, vivía en la angustia existencial entre la barbarie y la civilización. Contrario a lo que pensamos muchos de los historiadores, el autor de Los Pensadores, afirma que Voltaire ha pasado a la historia por su visión trágica de la historia; pero en realidad era un enemigo del dogma y del fanatismo, por tanto, afirma, debería ser recordado como un optimista a toda prueba.
Rousseau fue el próximo pensador, buscador de sendas en la exposición de Boorstin. Afirma que la “vida intelectual de Rousseau es la saga de un conflicto permanente entre la necesidad de disciplina y la exigencia de libertad, conflicto que resolvió de una manera curiosa en su teoría política, expuesta en “El Contrato Social” (1762), que se convertiría en un texto sagrado de la Revolución Francesa de 1789. Este dogma populista presentaba la “voluntad general” (…) del pueblo como inalienable, indivisible e infalible. De esta forma, creaba un totalitarismo populista que ha atraído desde entonces a todos los revolucionarios, a menudo con consecuencias desastrosas”.[6]
¿Qué plantea Boorstin? Que a diferencia de lo que hemos defendido la voluntad general de Rousseau no es más que un dogma populista, “que ha atraído desde entonces a todos los revolucionarios, a menudo con consecuencias desastrosas”.[7]
Luego prosigue con Thomas Jefferson, un capítulo anodino para mi gusto, para entonces pasar a Hegel y su idea divina sobre la tierra. Es duro crítico con la muy aplaudida dialéctica hegeliana, a la que define como un esquema triádico, con la que pretende someter toda la historia de la humanidad. “En sus Lecciones sobre filosofía de la historia universal, la exposición más popular de su sistema, destacan sus grandes dotes para la esquematización y para forzar la inclusión en su esquema de los hechos más dispares y antiguos. Sus lectores menos benignos, como Bertrand Russel, sin dejar de admirar sus intereses cósmicos, le acusan de haber dado plausibilidad a su teoría (como a tantas otras teorías de la historia) únicamente mediante cierto falseamiento de los hechos y una ignorancia notable. Pese a todo, es indudable que, cuando se logra penetrar en el espeso estilo de Hegel (…) puede apreciarse una grandeza magnífica en sus ideas y un admirable cosmopolitismo espiritual. La historia de Hegel, como repite una y otra vez, quiere ser universal. No omite nada de la experiencia humana sobre este planeta, por poco que sepamos (…) sobre los hechos”.[8]
Confieso al terminar estas reflexiones, que he quedado impresionada, impactada más bien, con estas conclusiones y opiniones sobre pensadores que yo pensaba que conocía bien. Reconozco que me ha puesto a pensar. Confieso y ratifico ¡una vez más! que el conocimiento es temporal y que el aprendizaje es eterno.
[1]Citado por Daniel Boorstin, Los pensadores, Barcelona, Editorial Crítica, 1999, p. 176.
[2] Ibidem, p. 213. [3] Ibidem, p. 177.
[4] Ibidem, p. 183. [5] Ibidem. [6] Ibidem, p. 199. [7] Ibidem, p. 199. [8] Ibidem, p. 210.