Felicito calurosamente a la Sociedad Dominicana de Bibliófilos y su presidente Dennis Simó y su pasado presidente Frank Moya Pons, por la traducción del inglés al español y publicación de la importante obra “De Dessalines a Duvalier” por el profesor inglés Davis Nicholls. También agradezco su invitación a presentar este valioso libro.
Pocas veces es tan oportuna la aparición de una publicación como en este caso, dada la situación actual de Haití, que no requiere mayor explicación.
Encontré el libro de Nicholls mientras estudiaba la historia de Haití para una obra que inicié hace muchos años, sobre el vecino país, y que espero algún día concluir.
Quizás las tensiones raciales y las graves inequidades socioeconómicas no son la única raíz del desencuentro de Haití con un mejor destino, pero sin comprender el origen y evolución de estas realidades, dentro la compleja composición social y política del vecino país, sería casi imposible analizar correctamente su estado actual o entender cómo ha ocurrido su involución.
Solo se puede contribuir o sugerir soluciones cuando se conoce el problema. En este sentido la lectura de la obra de Nicholls, De Dessalines a Duvalier: Raza, color y la independencia de Haití, es imprescindible para cualquier persona genuinamente interesada en desentrañar tantos oscuros misterios de nuestro vecino del oeste.
Jean Jacques Dessalines, llamado no despectivamente en sus años de mayor fulgor político “el jefe de los negros”, es la figura a partir de la cual Nicholls analiza la historia de Haití, Estado a todas luces fallido que ocupa la tercera parte occidental de la isla de Santo Domingo. Este líder de la revolución que independizó a Haití de Francia en 1804 es uno de los héroes de ese país, junto con su mentor Toussaint L’Ouverture, otro precursor de la idea de emancipar los esclavos africanos en las plantaciones francesas.
Dessalines fue el primer gobernante del naciente conglomerado político, integrado por alrededor de 300,000 personas después de la muerte de casi 100,000 negros y miles de mulatos, y la emigración de casi todos los 40,000 blancos que residían allá en 1791 al inicio de la larga y tortuosa revolución, que no fue solo contra los colonizadores franceses, sino que continuó entre los mismos emancipados.
Luego de declarada la independencia, Dessalines se autoproclamó emperador, como Jacques I. Poco tiempo después el territorio se dividió en un reino en el norte (convertido luego en imperio), una república en el sur y otra región autónoma en el casi despoblado suroeste, tres países distintos.
A la mayoría de los dominicanos preocupados por temas históricos el nombre de Dessalines les resulta repulsivo. En la memoria colectiva dominicana persisten, según narraron familias que vinieron a refugiarse en Santo Domingo en 1805, las imágenes del horror que significó que Dessalines inició su Gobierno matando a casi todos los blancos europeos que no habían emigrado en enero de 1804. Varios miles de hombres, mujeres, ancianos y niños murieron picoteados a machete mientras dormían en las casas de los dueños de las plantaciones francesas.
Durante sus incursiones en la parte del este de la isla, las tropas comandadas por Dessalines destruyeron y masacraron las poblaciones españolas de Montecristi, La Vega, San Francisco de Macorís, Cotuí y hasta Monte Plata, distante de la frontera.
Esas barbaridades, sufridas en carne propia por los dominicanos, acrecentaron el sentimiento de rechazo contra los negros del oeste. A pesar de todas las historias de Haití que pretenden comenzar en 1492 con la llegada de los europeos a las Antillas, la realidad histórica es que la isla completa, bautizada Española, fue íntegramente parte del imperio español hasta entrado el siglo XVII.
Tres años antes del XVIII, en 1697, tras las ilegales ocupaciones por normandos, franceses y otros europeos no españoles, España cedió a Francia la porción usurpada, que fue nombrada Saint-Domingue. La protección colonial francesa llevó al desarrollo de enormes plantaciones de caña de azúcar y en menor grado algodón y café, cuya mano de obra suplían esclavos importados desde África.
En menos de un siglo, desde 1697 hasta el inicio de su revolución en 1791, cientos de miles de esclavos fueron llevados a la parte francesa de la isla para realizar todos los trabajos de su lucrativa agricultura a gran escala. Esa práctica contrastaba enormemente con las tradiciones de la pobrísima parte española, que por pobre había ido suavizando hasta casi difuminar la esclavitud, donde imperaban el conuco, el pastoreo en tierras comuneras y los cortes de madera.
Desde el inicio mismo de la formación del pueblo haitiano, fueron notorias las diferencias en la organización de la economía, el Gobierno, las clases sociales, el idioma, las religiones, las costumbres y demás rasgos que definen la personalidad y el espíritu de las naciones. Los esclavos del lado español hablaban castellano y veían a sus amos blancos o mulatos pasar casi tantas penurias como ellos mismos; además, aquí el crisol de la mezcla racial endulzaba el rigor de las amarguras raciales en la pobreza.
La economía de Saint-Domingue, hoy Haití, en cambio, floreció. En 1788, Saint-Domingue exportó 72,957 toneladas de azúcar, 2,806 de algodón, 30,425 de café y 415 de añil. Su comercio exterior superaba, por más de un 30 por ciento, al de todas las islas británicas del Caribe incluyendo Jamaica y empleaba más de mil buques anualmente, ¡casi cuatro cada día de lunes a viernes! Aparte de ser el mayor productor de azúcar del mundo, más de media Europa –que no solo Francia— dependía de Saint-Domingue para consumir productos agrícolas tropicales. Así como creció su economía también aumentó su población, pues antes de mediados del siglo XVIII ya sobrepasaba el medio millón de personas, mientras el total de españoles en la parte del este no llegaba a cien mil.
David Nicholls realiza una portentosa narración de cómo Saint-Domingue pasó de ser una potencia económica, cuyas exportaciones a Europa eran mayores que las de las colonias británicas de Norteamérica, a uno de los países más miserables del mundo.
Nicholls plantea fundamentalmente que “la cuestión de color ha sido una influencia divisiva, que ha llevado a la erosión de una efectiva independencia”. Plantea la diferencia entre identidad racial y color de piel. No reduce Nicholls la cuestión puramente al tema de las tensiones sociales entre negros y mulatos haitianos solo por las variaciones de su color de piel o la pureza de su negritud, pues resalta también las interrelaciones entre distintos grupos socioeconómicos, religiosos y regionales dentro de Haití y el impacto de sus relaciones internacionales.
A esto se sumaba la hostilidad de los estadounidenses sureños, temerosos de que la hazaña libertaria de los haitianos infectara los estados donde la esclavitud debió abolirse tras la guerra civil de 1861 a 1865. Esos temores retrasaron el reconocimiento diplomático del Estado haitiano, entorpecido además por su prolongada pretensión de conquistar mediante la guerra a la relativamente deshabitada y pobre parte española del este, la actual República Dominicana.
Ambos fenómenos motorizaron el surgimiento de dirigentes políticos y sociales cuyo poder, más que económico o ideológico, era puramente militar. A un país con tantos fraccionamientos y falta de identidad común, aparte del racismo antiblanco, antimulato y anticolonial, le fue difícil cohesionarse durante los setenta años de predominio castrense comprendidos entre 1791 y 1861.
Desde antes de 1804 eran notorias las enemistades, rivalidades y conflictos entre haitianos por diferencias culturales atribuibles a disímiles orígenes africanos o indigestión de las exóticas e ininteligibles ideas políticas de los revolucionarios franceses (recuérdese que la inmensa mayoría hablaba sólo en sus lenguas africanas o en un incipiente creole muy distinto del francés). Los doce años de la revolución haitiana incluyeron guerras civiles en las que los antagonistas definían sus bandos racialmente, por ejemplo, negros contra mulatos o mulatos contra cuarterones.
Hasta la ocupación de los Marines estadounidenses al comenzar la Primera Guerra Mundial, la Constitución de Haití era tan racista que los blancos o europeos no podían ser ciudadanos haitianos, poseer bienes raíces ni negocios, casarse con haitianas ni desempeñar empleos gubernamentales. Nicholls acierta al señalar la importancia del color y la raza en la formación de la nacionalidad, la sociedad y la política haitianas.
Nicholls señala cómo los revolucionarios haitianos nunca lograron, tras su hazaña de derrotar a los franceses y obtener su independencia, conformar una clase dominante estable con alguna homogeneidad social o un sentido de propósito o destino común dada cuenta de que, aparte de las diferencias socioeconómicas de cualquier sociedad, Haití nació con la tara de una escala de jerarquías raciales, complejas y difícilmente reconciliables.
Al eliminar a los blancos coloniales, quedaban noveles súbditos o ciudadanos de color, mestizos, mulatos y cuarterones, casi todos libres o emancipados desde antes de 1804, y negros de distinto origen africano, casi todos esclavos sin noción alguna de la cultura francesa.
Aparte de ello, apunta Nicholls, para fragmentar aún más aquella sociedad en eclosión, hubo desde el inicio de la independencia un cisma entre las viejas familias pudientes, especialmente del norte, y las nuevas familias de dirigentes negros cuya prestancia resultaba de sus méritos militares.
Ahora bien, aunque las tensiones raciales han estado en el núcleo de casi todos los conflictos políticos de Haití, hay una constante de igual o mayor peso e influencia que esas crispaciones. Se trata del atávico lisio de la exigua clase dominante haitiana, integrada hoy por menos de veinte familias multimillonarias que no creen ni confían en las posibilidades de desarrollo del pueblo haitiano.
Doscientos diez y siete años después de 1804, aún no se extingue el comportamiento que mantiene vivas las nociones sociales pretéritas. En el caso de los dueños de Haití, es una creencia similar a la que poseían los miembros de la realeza francesa guillotinados por la Revolución, de que la gleba es incapaz de superarse ni gobernarse a sí misma.
Penosamente, esta idea que es fundamentalmente ajena a la cuestión racial, aunque la permee, es reforzada por los contenidos de la cultura africana que al momento de la independencia haitiana estaban intactos, pues los esclavos liberados no pensaban como franceses sino como africanos.
La expectativa de vida de un esclavo en Haití no pasaba de los seis años. La rotación constante de mano de obra, mediante olas sucesivas de importaciones de esclavos, les impedía adaptarse rápidamente a la cultura de sus amos, hablar o sentir en francés, o arraigarse pronto como llegaron a hacerlo los negros sureños estadounidenses que formaban familias y hablaban inglés y eran cristianos.
Esos nuevos ciudadanos haitianos venían de culturas del África central donde no había noción de Estado, donde la lealtad era al poblado, el “lakou” o grupo étnico o tribu, y donde ningún rey o emperador significaba otra cosa que explotación, miseria y abusos inenarrables.
Algunos autores enfatizan que la pobreza de Haití es debida a que Francia la obligó a pagar para resarcir a los colonos por la pérdida de sus ricas plantaciones. Estudios de universidades francesas, incluso uno dirigido por el renombrado economista Thomas Picketty, especialista en desigualdad y análisis de la distribución de la riqueza, sugieren que Haití ha sido inviable porque esa deuda pública externa impuesta por Francia llegó a ser de hasta el 300 por ciento del Producto Interno Bruto de Haití en 1825 y continuó gravitando hasta mediados del siglo XX.
Esa visión, sin embargo, no explica cómo, en la segunda mitad del siglo XX, Haití pasó de poseer una economía similar en magnitud a la de la República Dominicana a quedar relegada en el año 2019 a un PIB de apenas US$20,000 millones versus los US$94,000 millones de la República Dominicana teniendo ambos países casi igual población.
Esa justificación atribuye casi toda la responsabilidad por el fracaso nacional de Haití a causas o motivos ajenos a las propias acciones de los haitianos, que incluyen extravagancias como haber tenido emperadores y reyes con cortes que ridiculizó la prensa de la época o haber sufrido las expoliaciones de dictaduras vitalicias como la de los Duvalier.
Quizás se ha desdeñado el análisis profundo y serio de la responsabilidad social de la clase dominante haitiana. En Santo Domingo, por ejemplo, el sector privado dominicano ha contribuido, desde la restauración de la democracia tras la guerra civil de 1965, a crear innumerables instituciones, empresas, bancos, universidades y escuelas, patronatos, clubes, medios de comunicación social, y otras entidades cuyo común denominador en cuanto efecto final es el crecimiento de la clase media, el aumento de oportunidades para la movilidad social, el emprendimiento y el involucramiento ciudadano en los procesos democráticos. La sociedad civil dominicana incesantemente presiona a los políticos para mejorar el imperio de la ley y el debido proceso.
Nada de eso existe en Haití. La misma mentalidad puramente extractiva de riqueza mediante la explotación económica de su propio pueblo es una lacra social que ningún movimiento político ha podido cambiar allá. La poca agricultura que hay en ese país subsiste con métodos e implementos muy similares a los de hace dos siglos sin el beneficio de las economías de escala y organización de las antiguas plantaciones francesas.
La cuestión racial y las tensiones entre grupos distintos por el color de su piel es una cuestión significativa y quizás la más fácilmente identificable, como destaca el profesor Nicholls, pero subyace el fenómeno de unos pocos cientos de haitianos muy ricos que continúan explotando a su propio pueblo de manera no muy distinta a cuando eran esclavos.
En 1791 los franceses mantenían en Saint-Domingue un registro civil impecable, control de las finanzas públicas y del territorio, administraban justicia colonial pero eficazmente, operaban un servicio de sanidad pública y de educación, sus puertos funcionaban mejor que en muchas ciudades europeas o de Estados Unidos. Nada de eso existe hoy. Abolir la esclavitud no mejoró la suerte de los noveles ciudadanos. Hoy Haití ni siquiera puede contar el número de sus habitantes ni expedir los documentos de identidad.
El estudio de Haití, sus realidades históricas, socioeconómicas, cultura, potencialidades y el valor de su sufrido y explotado pueblo, es un tema imprescindible que los dominicanos hemos postergado muchísimo. Más allá de todas las teorías sociológicas, los deslumbramientos por la promoción de la negritud o de la equidad racial, el tópico de la raza –o cultura— y el color quizás ha sido la obviedad mayor de la cuestión dominico-haitiana que nos impide encontrar y ver con claridad la real raíz y causa del problema.
En De Dessalines a Duvalier: Raza, color y la independencia de Haití, que la Sociedad Dominicana de Bibliófilos publica como parte de su inestimable misión cultural, su autor David Nicholls, desmenuza un aspecto del carácter de Haití cuya plena comprensión seguramente contribuirá a que ambos países encuentren mejores maneras de comunicarse, apoyar las necesidades de progreso material y espiritual de sus pueblos y alcanzar la dignidad que merecen sus respectivas epopeyas, unas en creole y otras en la bella y armoniosa lengua de Cervantes.
Muchas gracias.