Los fines de año, sin importar pueblos y/o cultura, es el período que mayor diversidad de sentimientos produce. En ese momento coinciden, se solapan y hasta contraponen las expresiones de alegría, esperanza, solidaridad, deseos de estar junto a familiares, amigos, compañeros, etc., sin que falten las metas, los temores e incertidumbres sobre el nuevo tiempo que imaginamos se inicia, máxime si de la llegada de un nuevo siglo se trata.
En Occidente, los fines de año se celebran con el fin manifiesto de júbilo y fervor religioso, pero con un fin latente, pagano, de hacerlo fiestas que refuercen las relaciones familiares, de amistad y de vida comunitaria en sentido lato, produciendo un embrujo que refuerza el sentido imaginado de pertenencia y de fraternidad comunitaria y personales. Digo imaginado, porque estas fiestas, como todas las fiestas, para su celebración requieren recursos tanto materiales, como humanos. Y, por tanto, en ellos se hacen más evidentes las diferencias sociales, porque durante feriados, 24, 25 de diciembre y 1 de enero, millones de seres humanos hacen diversas labores de servicios, incluyendo domésticos, para posibilitar el disfrute de otros.
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Y es ahí donde se expresa la ambigüedad y la manipulación que de estas fiestas hacen de diversos sectores del poder: instrumentalizar la idea de la alegría y esperanza colectiva de un instante que es una expresión/preludio de lo que se espera sea el futuro. Subyace ahí la idea judeocristiana del fin del tiempo y los estadios por lo que este pasa, presente en las grandes religiones, salvo la hinduista que plantea que el tiempo se transforma, nunca termina.
No obstante, la idea del final del recorrido de la historia tiene también expresiones laicas, terrenales, que van desde la esperanza/idea de la emancipación socialista/comunista, con profundas raíces en la cultura judeocristiana imperante en Occidente en el siglo XIX, hasta las lecturas de los signos del tiempo que se manifiestan en el miedo a la desaparición del mundo: los cambios climáticos que amenazan la naturaleza toda, los cambios societales de difícil explicación racional y científica, las decepciones individuales productos del fracaso de experiencias de cambios políticos.
Esas decepciones, en gran medida, determinan que muchos se recluyan en proyectos de vida en la esfera de lo privado: vuelta a la religión, a diversas formas de espiritualidad, a proyectos productivos de carácter individual marginándose de la realidad. Las fiestas de fin de año son embrujadoras, no cabe duda, y de ellos no nos podemos sustraer y disfrutarlos, porque son propicios para reflexionar sobre la realidad que estamos viviendo y la necesidad de sustraerse de miedos paralizantes, como también de falsedades e ilusiones inconducentes.