Es que aquel gran y mágico árbol de mango plantado en la esquina Dr. Delgado con la estrecha calle Santiago no se cansaba de hacer sugerencias. Estaba justo frente a mi dormitorio, donde yo había instalado un pequeño, aunque pretencioso, laboratorio químico, en un principio trasladado subrepticiamente del amplio taller en el cual papá preparaba placas sensibles a la luz para realizar fotograbados destinados a ser impresos en su revista “Cosmopolita”.
Junto a mi cama había instalado una mesita azul cargada de tubos de ensayo, doblables al calor para hacer serpentinas; había pipetas y otros artefactos impresionantes rodeados de botellitas de cristal con yodo metálico, sulfuros, ácidos, sulfatos, cianuro para ennegrecer placas, etc. Por supuesto, papá no se enteraba… a lo mejor cuando miraba las botellas cargadas de líquidos de colores rojo, verde, azul de Prusia y más, no imaginaba de qué se trataba.
Podía realizar fórmulas simples -aunque peligrosas-. Una noche, usando mi mechero Bunsen, noté que se agotaba el alcohol y vertí un chorrito de aquel combustible, sin notar que todavía ardía un fueguecillo en el mechero. Súbitamente, parece que la ampolla de cristal donde yo había puesto a hervir un líquido verdoso hizo un vacío y lanzó un hilo de fuego que consumió vertiginosamente el mosquitero.
Mi padre se acercó desde su habitación, contigua a la mía y simplemente dijo: “Bueno, Jacinto, no más laboratorio”.
Temprano, la mañana siguiente, apareció una destartalada camioneta y cargó con todo.
Entonces me regaló un submarino de control remoto que navegaba graciosamente bajo el agua de la bañera.
Como de costumbre, me dediqué a hacerle modificaciones. Yo tenía un reóstato de baja potencia que procedía de otro juego y procedí a utilizarlo para ampliar los movimientos de la nave hasta que la muchacha de servicio se puso a curiosear y pegó un brinco aterrada al meter la mano en el agua y sentir la leve electricidad en su cuerpo y la obediencia con la cual el submarino hacía la maniobra que yo anunciaba que iba a realizar.
¡Este muchacho me va a volver loca!- gritó espantada.
Así continué yo por muchos años. Transformando barcos en aviones, carros en helicópteros y otras muchas cosas a las que les ponía de este modo mi sello personal.
Ni siquiera se me escapó el violín. Aunque aquí mi padre fue cómplice y, con su talento, realmente mejoró el sonido de aquel instrumento barato.
Por no quedarse atrás, él ideó un arco de madera de jagua… ¡increíble! Decía “¿Por qué los buenos arcos tienen que ser de madera de pernambuco”? El caso es que yo toqué el Concierto de Max Bruch con el arco de jagua ante la burla inicial de invitados italianos. No obstante las cosas salieron bien. La parte básica del arco -la “nuez”- tenía un dispositivo que impedía que el anillo de plata que suele llevar fuese a tropezar con las cuerdas.
Se trató de un invento suyo que pasó volando sobre las burlas iniciales de los italianos, que se convirtieron finalmente en asombro.
Creo que mis manías transformistas, las inquietas búsquedas de cambios, tienen mucho que ver con sus cosas…
¿Será que al igual que él necesito que todo tenga algo mío?