Juan Bosch inauguró, en el marco de las primeras elecciones democráticas de diciembre de 1962, modalidades de interpretación política respecto de la realidad social y sus comportamientos. Después de tres décadas de autoritarismo, tocamos la puerta de hábitos literalmente desconocidos por franjas ciudadanas cuya única referencia consistía en exhibir toda clase de exaltación a la orgía de sangre iniciada el 23 de febrero de 1930.
Con una enorme vocación doctrinaria, el país aprendió sobre distinción de clases y conductas propias de segmentos excluidos que llegaban al ejercicio de pluralidad y participación, y decidieron involucrarse, inspirados en una retórica que estableció las bases de distanciamientos en capacidad de determinar simpatías alrededor de las organizaciones partidarias.
Hasta el año 1996, es decir, a 34 años de introducir el componente de los de abajo contra los de arriba como modalidad de competencia electoral, el PRD representó la organización por excelencia de altísima asociación con los sectores populares.
Además, José Francisco Peña Gómez retrataba perfectamente el drama de los socialmente marginados. Así, y sin que sus élites dirigentes lo percibieran, la labor de arquitectura política consistió en abrir las válvulas de aproximación con sectores democráticos y liberales en capacidad de articular una mayoría ciudadana que, sin necesariamente tener la categoría de militante partidario, ayudaran a desplazar a Joaquín Balaguer del poder.
Desideologizada la actividad partidaria y con relevos llenando los espacios de los líderes históricos, se reprodujeron muchos de sus defectos y pocas de sus virtudes. Y la política se hizo llana y simple, estableciendo las bases de una noción de militancia como garantía de movilidad social y financiera donde las masas pasarían a ocupar un lugar de vulgar utilidad en la estructuración de mayorías electorales. Por eso, la aparición y avance de “exponentes nuevos y exitosos” en la fauna partidaria que su sello distintivo reside en aportes económicos y/o capacidad para expresar la inserción de segmentos de élites alrededor de aspirantes, conscientes de la importancia de su incorporación, pero con el riesgo de que esos nuevos parámetros marquen el distanciamiento con los sectores populares.
Ahora que la actividad política tiene mucho de espectáculo, existe un afán por colocar en la pasarela de las simpatías, el variopinto de diversidad social que participa en las pujas partidarias con especial entusiasmo. Ahora bien, la inteligencia popular sabe distinguir entre la afinidad genuina y el uso vil.