Parte I
El concepto de Inteligencia Emocional (IE) fue creado en 1990 por dos psicólogos de la Universidad de Yale: Peter Salovey y John Mayer. Para ellos, la IE era la habilidad de percibir, de forma precisa, las emociones propias y ajenas así como entender las señales que estas emociones enviaban acerca de las relaciones, y este entendimiento proporciona el poder para manejarlas.
Esta idea surge, de forma urgente, como respuesta a una cuestión que siempre ha estado presente en la humanidad: ¿Determina el Coeficiente Intelectual (CI), lo que se conoce como éxito en nuestros días? Y es que no es extraño ver cómo algunos escolares fracasados, al crecer, tienen una empinada vida socio-económica y, al mismo tiempo, algunos de los más sobresalientes, no lograban ningún triunfo profesional.
Tomó casi una década para que Daniel Goleman, reconocido psicólogo, filósofo y periodista estadounidense, estableciera su importancia: publicó un artículo en Harvard Business Review, en 1998, en el que afirmó: “Los líderes más efectivos tienen algo en común de una forma evidente: Todos tienen un coeficiente alto en lo que se conoce actualmente como inteligencia emocional. No es que el CI y las habilidades sean irrelevantes. Importan, pero son solo las exigencias de entrada para posiciones ejecutivas. Mi estudio, claramente muestra que la IE es una condición sine qua non del liderazgo. Sin este, una persona puede tener el mejor entrenamiento del mundo, uno incisivo, una mente analítica y una lista infinita de ideas brillantes, pero aún así nunca será un gran líder”.
Goleman fue preciso al introducir los cinco componentes de la inteligencia emocional que permitían a los individuos reconocer, conectar y aprender de sus propios estados mentales e incluso de quienes les rodeaban:
1. Reconocimiento propio
2. Regulación propia
3. Motivación
4. Empatía por los demás
5. Habilidades sociales.
Puede ser chocante ver cómo tres de cinco de estos componentes se refieren a nuestro trato externo, pues es indiscutible que el ser humano es un ser social. De ahí, podemos explicarnos el hecho de que nuestro cerebro nunca actúa independiente al medio que le rodea, es por eso que las condiciones de vida actuales nos ponen en una guerra interna en la que priorizamos, utilizando las palabras de Borja Vilaseca el “cómo nos ven” –percepción ajena- al “cómo nos sentimos” –percepción propia-.
El objetivo de tener IE no es sobrestimarnos, tampoco de subestimarnos, más bien tener una verdadera y buena autoestima que nace de vernos y aceptarnos tal como somos. Una autoestima que despierte sanamente un liderazgo consciente que empiece por el gozo de visión, entusiasmo y vocación de servicio, posibilitando que una persona ordinaria, conquiste altos resultados.
En nuestro tiempo no es nada extraño ver cómo nos bombardean con un arraigado pesimismo en sus más variadas formas, noticias, teorías sin esperanza, prácticas descorazonadas que contribuyen cada vez más a vivir en la torpeza emocional, la desesperación, la irracionalidad de las familias. En el conocimiento de nuestras fortalezas y debilidades descansa nuestro bienestar emocional y nuestra paz.
Y es que entender qué exactamente constituye la IE es importante no solo porque conquistar la capacidad de conocernos es sinónimo de armonía, sino porque enfrentar adversidades de una manera en la que podamos canalizar de forma constructiva lo que sentimos, nos ayuda a no convertirnos en verdugos o en víctimas de nuestro dolor, coacreedores de nuestro sufrimiento, sino más bien en seres conscientes de nuestra autenticidad incapaces de caer en cuanto a que nuestra felicidad no depende del exterior sino de nuestra aceptación y asertividad. De nuestra madurez y confianza en nosotros mismos.
En el próximo artículo explicaremos los cinco componentes señalados.
Investigadora asociada: Andrea B. Taveras Pichardo.