Un buen retrato es la síntesis, la resultante, la hermosa conclusión de un coloquio de almas entre el artista y el modelo; es algo así como el reencuentro del concepto y de la forma, el reencuentro de los más exquisitos valores del hombre en su dolor y alegría.
Cuando un artista logra conjugar lo germinativo y lo esencial, el carácter, la voluntad y la trascendencia del pensamiento del modelo, con las transitorias formas realistas de la carne, táctil y formal de éste, sucede el milagro: el arte ha minado las bases de la especulación y nos encontramos con el hecho conmovedor de una obra artística, un buen retrato. Es el caso que nos atañe.
Buenos amigos y camaradas de aventuras en la buena voluntad americana, Juan Bosch y Oswaldo Guayasamin han dedicado la gran parte, la más importante parte de sus vidas al hecho creador, aunque a distancia continentales-isleñas sin embargo, con el pensamiento en común; un gran compromiso y una profunda preocupación por el dolor, la miseria y el estatus infrahumano en que ha vivido y sigue viviendo con ligeras excepciones el hombre americano.
Tenía que hacer, en un pequeño espacio de paz donde se produce el reencuentro y se esfuerza la promesa y se hace el compromiso: “Juan esta vez no podrás irte sin que te haga un retrato”.
Así empezó todo y el pintor de los dolores terrestres, el de la edad de la ira, el del agobio, el de la aullido torturante, el firme aliado de la pena indígena, el más auténtico delator de la injusticia y la barbarie continental, da curso a su imaginación e inicia su maestra obra teniendo como modelo a un hombre que también como él, con otras herramientas del arte, menos subjetivas, con un lenguaje diferente en la simbología, ha tenido su misma preocupación: una lucha larga y constante contra la injusticia y la barbarie.
La comunión del alma y el mismo quehacer moral crean un cúmulo de aspectos que decididamente delinea el quehacer pictórico y condiciona al artista a realizar este coloquio de almas, esa auténtica comunicación espiritual que estalla en fulgores plenos de clara luz, anunciando la catarsis y la bronca sentencia que todo ha sido consumado.
El retrato es un auténtico Guayasamin. Austero de color, pleno de pardos grises, negros, ocres y algunas luces violando los cambios y un tenue baño cromático de azul de Prusia expuesto como una tímida aventura de color. De expresiva materia espatulada, surcada de firmes líneas gruesas e incisivas, estrangulantes que soportan todo un andamiaje estructural que se sostiene y que se afianza.
El rostro, modelado por atrevidos planos de agreste materia, a pesar, refleja paz e inquietud, realismo y misterio, como si en el subconsciente del artista estuviera siempre presente la andina cordillera con su grandeza y su humildad. Su factura es pétrea y espontánea, con luz del alma y fuerza de carácter. Sinfonía monotónica escalonada por violentos ángulos, atrevida experiencia formal, imaginativa, informalista y crítica, un retablo de ira y de esperanza.
Presente, bien presente, con la profundidad de la distancia de las cosas presentidas, Guayasamin señala como una nota de color esmeralda, el constante empeño de unos ojos vigilantes bañados con la luz que trasciende. Sostén del parecido físico, el rictus, inconclusa expresión firme y dinámica donde hacen cita la certeza y la inexactitud, irrevocable decisión que obliga el carácter y el temperamento, carácter y temperamento tempestuoso con un solo norte, no importa, así contra el viento y marea.
El entorno, vertical experimento laborado infinidad de veces pintor, donde la línea de fuga saca del contexto físico del cuadro la parte inferior del modelado, como si quisiera sostener sobre algo intangible, sobre el tiempo infinito, sobre el oculto misterio de la subjetividad, la carga vetusta y pesada de una milenaria roca.
Del trasfondo del color si es que podemos llamarle color, asoma la ósea y sólida estructura de la cara, friso invulnerable, donde lo humano y fraternalmente étnico en conjugación con la más sublime expresión del arte, plantea un compendio de formas vitales confirmando una permanencia en el tiempo en el espacio.
El retrato es, no cabe dudas, un sincero canto al hombre, su actitud y sus consecuencias. Es un espectáculo de admiración mutua del pintor y su modelo.
Oswaldo Guayasamin ha logrado un magnífico retrato de don Juan, una obra de espléndida concepción donde cohabitan las más atrevidas formas de expresión formalistas y donde los factores de la pureza plástica y seriedad pictórica están muy tomados en cuenta. Además una lúcida demostración de cómo el alma de las cosas trascienden sobre sus formas y a la vez señala con un profundo conocimiento de cómo el arte de factura actual, necesita estar avalado con las herramientas de la historia del arte.
El coloquio afectivo de Juan Bosch y Oswaldo Guayasamin fue un feliz encuentro. El consenso de las opiniones de los hombres sensibles acogerán como suyos es un valioso patrimonio cultural: un extraordinario un retrato realizado por una de las más altas cumbres de la plástica americana, Oswaldo Guayasamin, a uno de los más importantes escritores de habla hispana, orgullo de nuestro país, Juan Bosch.