(A las nuevas generaciones)
Había una vez una villa fundada en 1502, que al transcurrir unos cuantos años se transformó en ciudad. ¡Y qué ciudad! En términos de solo siete años (1502-1509) fue convertida en la capital de un Mundo Nuevo.
En su seno se instalaron la gobernación de la isla Española, la real audiencia, con jurisdicción para todos los territorios del continente recién descubierto, la diócesis de la iglesia católica, el ayuntamiento, la contaduría, y todo el entramado necesario para que fuera posible controlar y fomentar la colonia, al igual que los territorios allende los mares, que dependían de ella. La historia de lo acontecido, desde entonces, se puede encontrar en diversas publicaciones o, si se prefiere, en los diferentes buscadores del Internet.
Pero como lo narrado por los cronistas e historiadores, de todos los tiempos, nunca se ha incluido el tema relacionado con las diversas construcciones que se erigieron, tomando en cuenta su arquitectura y otros detalles importantes, hemos tenido que conformarnos con las narraciones de algunos de los visitantes que pasaron por Santo Domingo en diferentes épocas, al igual que con lo que nuestra vista de observador nos ha ido mostrando, durante el transcurso de los trabajos a los que nos hemos enfrentado, los que nos dicen, con hechos, no con palabras, lo que les he venido relatando, desde hace algún tiempo, con veracidad y sinceridad absolutas.
Antes de que se produjeran los memorables acontecimientos de 1492, nuestra isla, que sus pobladores llamaban Quisqueya, estaba habitada por pacíficas tribus, pero que no fueron lo suficientemente hábiles para levantar edificaciones permanentes, limitádose a construir cabañas de palos y paja, que llamaban bohíos. Estos los agrupaban sin orden establecido alguno, y sin que sus conjuntos tuvieran el carácter de villa o de ciudad. Es decir, desconocían los términos arquitectura y urbanismo, como sucedía en el Viejo Mundo, o en Tierra Firme, del Nuevo Mundo.
En 1493 Cristóbal Colón funda La Isabela, dos años más adelante, Concepción de la Vega y el primer Santiago de América, las que poco tiempo después desaparecen, encontrándose, todavía, las dos últimas bajo tierra y escombros, a la espera de que alguna institución disponga desenterrarlas, preservarlas y ponerlas en valor como corresponde.
De todas ellas, solo Santo Domingo sobrevivió, tal como era, hasta finales del Siglo XIX. La miseria, la furia de la naturaleza, al igual que los movimientos independentista y restaurador, los sucesivos gobiernos inestables, y las diversas intervenciones de potencias extranjeras, así como la desastrosa invasión de nuestros vecinos del oeste, son los responsables de que la Ciudad Primada permaneciera momificada, y no pudiera ser objeto de las transformaciones de importancia en su configuración, tanto en el orden urbanístico como arquitectónico, tal y como sucedió en el resto del Continente.
Esa misma ciudad fue descrita con elogios por personalidades civiles, religiosas y de otras índoles, tales como fueron los de su primer obispo, el humanista italiano Alejandro Geraldini, que con elocuencia renacentista exclama: De Santo Domingo más particularmente hablando, digo que en cuanto a los edificios, ningún pueblo de España, tanto por tanto, aunque sea Barcelona, la cual yo he muy bien visto numerosas veces, le hace ventaja generalmente Por más que a este culto prelado los cronistas le hubiesen querido exagerar sus comentarios, como se acostumbraba hacer en aquellos tiempos, el panorama que el mitrado describe no podía ser diferente al de tantos visitantes, que se acercaron a esta ciudad en diferentes épocas.
Por su parte, el cronista español Juan de Castellanos, Beneficiado de Tunja, relata, en sus interminables endecasílabas, de su interesantísima obra, Elegías de Varones Ilustres de Indias, al referirse a Santo Domingo dice:
Está su población tan compasada
Que ninguna sé yo mejor trazada
Y así sucesivamente, de continuar transcribiendo estas narraciones nos pasaríamos de los límites que disponemos. La ciudad de Santo Domingo fue un ejemplo de primer orden, cuyo trazado en damero sirvió de modelo a las demás ciudades que fueron fundadas en América, a partir de 1502.
Lamentablemente, esa envidiable condición no se mantuvo por mucho tiempo. Y no fueron la rigurosidad con que la trató la naturaleza en innumerables ocasiones, ni las guerras intestinas, ni aun las funestas intervenciones, o los desaciertos de los sucesivos gobiernos, los responsables de cambiarle su singular fisonomía de ciudad de piedra. Fue la inoportuna intromisión de las modas que se imponían en el mundo la causante. Y esas, ni siquiera fueron modas introducidas por arquitectos, sino por el atraso, la pobreza extrema, al igual que otros ingredientes igualmente azarosos. Fueron improvisados maestros de obra los que, queriendo complacer sus igualmente ignorantes clientes, modificaron (camuflando), sin estilo arquitectónico alguno, tanto las fachadas como los interiores de las existentes, para lo cual improvisaban lo que algún tiempo después se ha querido denominar republicano.
Todo ello, por falta de la cultura y disposición necesarias para dejar las cosas como estaban, siguiendo las prácticas universales de levantar nuevas urbanizaciones más ajustadas a los nuevos tiempos y estilos de vida tal como se hizo, posteriormente, anexándole al casco colonial nuevos repartos, como fueron Ciudad Nueva y Gazcue, entre otros. Ah, y como el que le propuso levantar el ingeniero puertorriqueño Félix Benítez Resach a Trujillo, en el sector oriental (Villa Duarte), cuando este se encontraba envuelto en la construcción del puerto de Santo Domingo, y de la maldita pared.
Transcurrido poco menos de la mitad del pasado Siglo XX, el Santo Domingo antiguo se mantenía casi inalterable. La mayoría de sus edificaciones, tanto residenciales como de otra índole, conservaban el sello republicano, superpuesto por los que nunca llegaron a entender lo que decíamos antes y, por el contrario, continuaron haciendo lo mismo con otros elementos y ornamentos, como balcones y antepechos, esta vez construidos en concreto.
A la caída de la dictadura de Trujillo se vieron llegar nuevos tiempos y nuevos aires, los que pusieron en jaque una gran cantidad de edificaciones pertenecientes a familiares o allegados al régimen, quedando la mayoría de estas abandonadas. Poco tiempo después, muchas fueron invadidas por personas humildes, que encontraron un techo gratis en lugares que no se correspondían con sus recursos económicos, y estilos de vida.
Tiempos más tarde Santo Domingo fue objeto de la Revolución del 65 que, al igual a lo acontecido en el año 1961, se convirtió en caldo de cultivo para que se produjeran acontecimientos similares a los anteriores.
Años de indiferencia gubernamental y, por que no decirlo, ciudadana, se confabularon y se siguen confabulando para permitir, consciente o inconscientemente, que una buena parte de nuestra Ciudad Colonial cayera presa del peor deterioro sufrido durante sus 500 años de existencia.
Al abandono generalizado se añadió el caos en todas sus manifestaciones. Gente que no había vivido nunca en casas de la categoría de las ocupadas, y negocios que estaban acostumbrados a atender otra clase de público, empezaron a sucumbir. Unos, por no tener la capacidad económica para darle mantenimiento a las casas ocupadas, y otros por no poder sostener sus negocios debido a las bajas ventas, lo que hizo posible que se fueran convirtiendo en potenciales ruinas. Por su parte, esta gente se fue haciendo de la vista gorda, hasta que Dios posibilitó que se produjera un cambio de rumbo y se tratara de frenar la situación imperante.
Es así como surgió una agencia gubernamental, que en lo adelante se ocuparía del rescate de ese patrimonio, y con el apoyo necesario empezó a poner en práctica lo programado, dejando varios sectores en condiciones, y de demostrar, con hechos, lo que había prometido.
Con un panorama de tal magnitud, ¿qué debía hacer, entonces, la recién creada Oficina de Patrimonio Cultural (OPC)?
En un próximo artículo trataremos de continuar este relato, con la esperanza de que a las nuevas generaciones se les proporcione la posibilidad y el apoyo suficientes para reanudar la marcha, pero sin las dificultades, desinterés y mañoserías con las que tuvimos nosotros que enfrentarnos, ni la intervención directa de la política. Y, por supuesto, en el entendido de que la ciudadanía termine en asimilar que su riqueza patrimonial no es para oportunistas, ni para hacer rico a nadie. Que la riqueza de la que se trata consiste en lo que tiene que ver con el orgullo que se debe sentir, la satisfacción del deber cumplido, y el deleite de todo dominicano en pertenecer a una Ciudad Primada digna de mejor suerte.