Debí tomar más fotos: gentrificación, identidad y memoria

Debí tomar más fotos: gentrificación, identidad y memoria

Erinia Peralta

Bad Bunny nos transporta a una cafetería que ya no se siente como el espacio cálido y familiar que era antes. Al pedir un queso típico, se encuentra con la mirada confundida de la dependiente, mientras alguien desde la cocina aclara lo que está pidiendo. Todo es distinto: los precios, el idioma, las normas que rechazan el efectivo. Esa cafetería, que una vez fue un lugar de encuentro comunitario, ahora es irreconocible. Esta escena, presentada en su cortometraje Debí Tirar Más Fotos, no es solo un viaje a la nostalgia; es una denuncia directa a la gentrificación que está desdibujando la identidad cultural de Puerto Rico.

En Puerto Rico, la gentrificación parece ser una realidad que está transformando el día a día de sus comunidades. Cafeterías de barrio que antes eran el alma de la comunidad se convierten en locales impersonalizados, donde el inglés es la norma y los precios excluyen a quienes antes las frecuentaban. Bad Bunny no solo describe esta transformación; la denuncia, dejando claro que la modernización, mal manejada, puede ser un sinónimo de exclusión y pérdida.

La gentrificación, como fenómeno, no sólo desplaza a las comunidades de bajos ingresos; también erosiona las raíces culturales que definen a un lugar. Bad Bunny utiliza su música para señalar esta realidad, recordándonos que la identidad cultural no es un recurso renovable. Su crítica no es sobre nostalgia vacía, sino sobre la necesidad de proteger lo que somos frente a las presiones de un desarrollo que, en muchos casos, excluye a los mismos que construyeron el lugar.

En este contexto, su frase “debí tomar más fotos” es mucho más que un lamento. Es una advertencia. Nuestra memoria puede fallar y las tradiciones, si no se preservan, pueden ser reemplazadas por una cultura globalizada que nos despoje de lo propio. Es un llamado a valorar lo que tenemos hoy, a no dejar que el progreso borre lo que define nuestra esencia.

Pero esta realidad no se limita a Puerto Rico. En la República Dominicana, también vivimos una transformación acelerada. Los barrios cambian, los espacios que solían ser puntos de encuentro se vacían, y tradiciones que definieron generaciones quedan relegadas. Antes jugábamos en las calles sin preocupaciones, compartíamos el “yun yun” en tardes interminables, y las panaderías de barrio eran un punto de conexión entre vecinos. Hoy, esos lugares comienzan a desaparecer en medio de un modelo económico impulsado por el desarrollo inmobiliario y turístico, con efectos sobre la memoria colectiva.

Miches, un pueblo que marcó mi infancia, es un ejemplo de esta tensión entre el pasado y el futuro. Recuerdo cuando todo se anunciaba con la bocina de Monchín, un sistema simple que nos mantenía conectados. Hoy, aunque Miches sigue siendo pequeño, se siente más grande y ajeno, como si estuviera a punto de convertirse en algo completamente diferente.

En la República Dominicana, aún estamos a tiempo de evitar que nuestras comunidades pierdan lo que las hace únicas. Pero el tiempo se agota. Si seguimos ignorando el impacto de estos cambios, podríamos despertar un día y descubrir que lo que alguna vez fue nuestro hogar ya no nos pertenece, que lo auténtico ha sido reemplazado por lo rentable, y que lo que nos definía se ha perdido en el ruido de la modernidad. Quizás lo correcto sea tomar más fotos. Pero no solo fotos. También acción. Porque preservar nuestras raíces no es solo un acto de nostalgia, sino un compromiso con el futuro. Recordar quiénes somos no es suficiente; debemos luchar para que nuestras tradiciones y nuestras comunidades sigan vivas, no solo en la memoria, sino en cada rincón de nuestras calles. Porque al final, el verdadero progreso no borra el pasado: lo honra.

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