Jonathan Davilio, un alegre y entusiasta inmigrante haitiano de 20 años, me quería mostrar la casa de chilenos donde vive, pero se topó con una sorpresa.
Apenas el padre de la familia, un camionero que pidió no revelar su nombre, se dio cuenta que el haitiano venía con un hispanohablante, el chileno se echó a llorar.
Jonathan quedó desconcertado, y me interrumpía cuando preguntaba la razón del llanto.
«Yo le he tendido la mano a este», me dijo el camionero, que lo hospeda desde hace dos meses en una pequeña pieza en su casa de Quilicura, el barrio de clase media baja de Santiago donde reside la mayoría de haitianos.
«Pero ya no puedo mantenerlo en este estado (…) Yo no sé si es que no se quiere a sí mismo, o es que no se baña, pero huele mal y no limpia el baño«, me explicó.
La molestia de sus anfitriones fue noticia nueva para Jonathan, quien habla un español limitado tras 10 meses en Chile. «Yo me baño y limpio el baño», justificó.
«Pero quizá no sea cuestión de limpieza», me dijeron varias personas que trabajan con haitianos cuando les conté la anécdota.
Quizá, aseguraron, sea un efecto más del choque cultural que está viviendo el país desde que comenzó esta ola migratoria, hace unos cinco o siete años.
Un choque cultural que no solo produce lágrimas, sino también romances, bailes y carcajadas en una nación que por primera vez en su historia está recibiendo una buena dosis de cultura afro.
Por qué van
Es difícil saber cuántos haitianos hay en Chile, porque muchos están en condición irregular o en transición.
En abril, el gobierno de Sebastián Piñera anunció una reforma del sistema migratorio que busca regularizar hasta 300.000 inmigrantes en un país de 18 millones, pero también controlar la entrada de extranjeros, disparada durante los últimos años.
Según cifras divulgadas por el Ministerio del Interior a propósito de la reforma, en Chile hay casi un millón de inmigrantes, de los cuales 25% son peruanos, 12% colombianos, 11% bolivianos, 9% venezolanos y 8% haitianos, la población que más ha crecido desde 2014.
Casi todos los haitianos con los que hablé me dijeron que vinieron a Chile porque se los recomendó un familiar o un amigo.
Parte de su objetivo es enviar dinero a casa, algo que la mayoría consigue. Acá el trabajo se paga mejor, hay seguridad y educación gratuita y el sistema migratorio es uno de los más flexibles de la región, coincidieron.
Pero esto último acaba de cambiar con la reforma de Piñera, que incluye una regulación especial para los haitianos, quienes ahora deben presentar antecedentes penales para obtener una visa de turista que, a diferencia de antes, con dificultad se puede convertir en una residencia.
Grupos de derechos humanos criticaron la medida con el argumento de que, al parecer, deja a miles en un limbo legal.
Muchos haitianos aseguran que ya no son tantos los que vienen, no solo por el cambio regulatorio, sino porque la aerolínea que volaba directo de Puerto Príncipe a Santiago —Latin American Wings— cerró en marzo tras dos años de operaciones en medio de escándalos y acusaciones de promover la inmigración ilegal.
Reto para haitianos y chilenos
Aunque puede resultarles difícil, los haitianos tienen toda la intención de aprender español.
En la clase en la fundación Fré, por ejemplo, no se ve una sola cara de empalago, ni un solo estudiante pintando dibujitos en su cuaderno: son participativos, inquietos; se ríen de sí mismos; repiten tras el profesor; y terminan el curso con un emocionante rezo a ritmo de góspel.
Aunque yo les intentaba hablar en francés o inglés en busca de una conversación más profunda, los haitianos casi siempre me respondían en español, por muy limitado que fuera.
Jonathan Davilio, el haitiano en la casa de chilenos, era uno de ellos: «Yo primero voy a escuela en Chile (para aprender español) y después voy a Argentina y estudio diplomacia, porque allá universidad es gratuita», me dijo en un momento bastante menos agrio al que pasamos con su casero chileno.