Esta ciudad de Santo Domingo se caminaba a pie, ninguna distancia era tan distante. En 1956, el 3 de setiembre fue lunes, ese día comencé a trabajar en la Dirección de Rentas Internas. Había llegado el sábado, desde Barahona. De entonces acá no solo ha llovido mucho, sino que el mundo cambió radicalmente.
Para comenzar, la ciudad era tan pequeña que tenía hasta sus locos, sus vagos, sus desquiciados conocidos, que ahora muchos en tal situación, acuden al sicólogo o al siquiatra.
Los personajes de la calle eran conocidos y respetados por la mayoría, salvo las travesuras de niños dispuestos a correr cuando les voceaban alguna befa a menesterosos, impedidos, rotos, a gente del abismo, cuyo domicilio más conocido era algún banco de alguna plaza de las que servían para solaz de los vecinos y como lugar de descanso para los viandantes. Esas plazas de los barrios acogían, bajo la umbrosa copa de altos árboles, ancianos que buscaban respiro al sofoco del clima.
Personajes tales como Juana Barajita, una infeliz cuyos vestidos, si es que se les pueden llamar así, estaban estampados con espejos rotos y medallitas, que permitían pensar que se trataba de un trasnochado personaje de la última fiesta de carnaval, con la que el pueblo conmemoraba la fecha de la Restauración de la República.
El doctor Anamú, era un desquiciado, una caricatura de médico, siempre cargado de libros, quien hablaba solo en voz alta sobre exitosas intervenciones quirúrgicas entonces sólo vislumbradas. El maco Pempén, era un infeliz de una fealdad tal que permitía pensar en el jorobado de Nuestra Señora, de la célebre novela de Víctor Hugo. Los barrios tenían sus tígueres conocidos.
Tió Disla era un jefe en el pley de la Normal y el campeonato nocturno de béisbol ya tenía varios años.
El sistema de transporte público era organizado, limpio y eficiente. Los pasajes: 5 centavos en guagua y 10 en carros que sólo montaban cinco pasajeros. Se cumplían las rutas en toda su extensión.
Se respetaba la Semana Santa, a nadie se le ocurría sentarse en una acera o en una plaza recoleta, a tomar tragos sin cuenta y a escuchar al Anacobero, Daniel Santos, entonces el más famoso intérprete puertorriqueño de aires populares.
A la universidad de Santo Domingo, entonces la única, se asistía con saco y corbata, aunque se estudiara Ingeniería. Las retretas de parque Colón eran muy concurridas. Las giras a Boca Chicas estaban a la orden del día.
Los cines exhibían películas americanas y mexicanas. Aún muchos muchachos se bañaban en la playa de Güibia y marotear mangos por la avenida Independencia y machacar almendras en el malecón, era algo normal.
Faltarían detalles, pero, definitivamente, eran otros tiempos.