El amor es el motor de todo. Ya lo dijo uno de los poetas y dramaturgos más importantes del Siglo de Oro español, Lope de Vega: “La raíz de todas las pasiones es el amor. De él nace la tristeza, el gozo, la alegría y la desesperación”. Por eso, no podríamos entender las Bellas Artes sin el concepto del amor, universal y omnipresente. Su fuerza ha servido para inspirar las obras de los más grandes artistas de todos los tiempos.
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Veamos unos ejemplos
Son muchos los artistas que han representado escenas amorosas, besos en plena efervescencia romántica, amantes fundidos en un abrazo, en un beso infinito…, pero de la misma manera fueron inmortalizados los amores desventurados, ese amor que nunca llegó, el que terminó, el no correspondido y cómo no, el amor imposible, el amor “prohibido”.
Y para beso famoso en la historia del arte, el del austriaco Gustav Klimt. A caballo entre el simbolismo y el art nouveau, en El beso, 1907-1908, los cuerpos de los amantes, profusamente decorados, parecen fundirse en uno solo.
Él envolvente que besa a la joven en la mejilla que sujeta con ambas manos puede que represente al propio Klimt junto a su musa, Emilie, la mujer más importante de su vida.
Klimt pintó decenas de desnudos de mujeres, cambiando de modelo constantemente. Para captar el amor usa amarillos y dorados brillantes, hasta entonces reservado para lo religioso, como el dulce y dorado universo donde habitan los amantes cuando se funden en su abrazo.
El surrealista René Magritte, siempre agudo e irónico, creó un universo fantástico, mágico donde lograba que fuera de noche y de día al mismo tiempo, unos magnéticos cielos cubiertos de nubes. Su mundo, plagado de imágenes tan sugerentes como inquietantes, en “Los amantes” (1928) donde dos rostros cubiertos por telas blancas se besan de perfil. Una obra enigmática que ha despertado siempre preguntas y no solo sobre las identidades de los protagonistas sino en lo referente a esas cabezas recubiertas por telas blancas y húmedas cubriendo en posible alusión al trauma del autor quien, en plena adolescencia, vivió el suicidio de su madre que se tiró al río una noche y fue hallado su cadáver con la cabeza enredada por el camisón.
Otro de los grandes del surrealismo, Marc Chagall, judío francés, se autorretrata en “El cumpleaños” (1915) flotando alegremente mientras besa a su mujer, Bella, el amor de su vida, con quien se acababa de casar ese mismo año. Pobre en aquel momento, solo se tenían el uno al otro, pero daba igual, poco importaba, lo tenían todo. Chagall se sentía feliz, “volando como un globo” con su ramo de flores para desinflarse después ante su amada.
Y más entrado el siglo XX, llegamos al popular beso del neoyorquino Roy Lichtenstein (1923-1997), representante del pop art, artista que, junto a Andy Warhol, popularizó el arte de lo cotidiano. Sus icónicos dibujos que parecen salidos de un cómic con colores fuertes y planos son sus señas de identidad. En su versión de 1963 se apropiaba de la estética de los dibujos animados, pero su estilo, que parecía sencillo, parte de planteamientos complejos que él simplificaba.
“En la cama”(1892) de “Toulouse-Lautrec”
Es una de las pinturas de temática erótica que hacía Lautrec por encargo y que pintó para decorar uno de los prostíbulos más famosos del parisino barrio de Montmartre por los que deambuló gran parte de su vida huyendo de la soledad y de la depresión, sus compañeros de vida. En este cuadro dos mujeres se funden en un abrazo, en el que más que pasión, lo que transmiten es ternura, la misma que poseería el pintor quien pese a no encontrar nunca quien le amara, sí encontró en aquel ambiente la inspiración y la paz para sobrevivir.
Otro beso muy popular ya es el del veneciano Francesco Hayez, que en una sencilla escena, típica del romanticismo decimonónico le sirvió para representar a su país, Italia, en la Exposición Universal de París.
¿Qué simbolizaba?
Pues además del amor juvenil evidente de la escena, el pintor aprovechaba para hacer -en 1859- una alegoría al amor patriótico propio del Romanticismo y sus ansias de independencia servido en el beso de los enamorados, utilizando para remarcarlo en las vestimentas de los protagonistas, los colores de las banderas italiana y francesa, en clara referencia a la alianza franco-italiana en el año en el que Italia apoyó a Napoleón III en la guerra contra el imperio austrohúngaro, un gesto por lo que Francia ayudaría en la unificación de Italia.
Si solo existiera una escultura que representara el abrazo de pareja, el beso de amor, ese sería el famosísimo de Auguste Rodin tan majestuoso como potente y carnal. Fue encargado por el Estado francés y expuesto en el Salón de París de 1898.
La pareja de amantes hace referencia a la historia de Paolo y Francesca, personajes de “La Divina Comedia” de Dante. El marido de Francesca sorprende a su mujer en adulterio, besándose con su amante, que resulta ser su hermano. En un ataque de cólera mata a la pareja, todo un drama que concentra Rodin con esa tensión e intensidad emocional que le caracteriza.
Amores desdichados, Amores imposibles, Amores no correspondidos
La escultora Camille Claudel, que fue primero alumna, musa y modelo, y después compañera y amante de Rodin, una mujer independiente que fue a contracorriente de la sociedad que le tocó vivir, moldeó La Edad Madura, un conjunto escultórico compuesto por tres figuras que refleja el conflicto del final de una relación de tres.
El cuerpo de un hombre maduro avanza pesadamente mientras le cuesta soltar su brazo de una desconsolada muchacha (la propia Camille) que intenta frenar su partida que queda implorante de rodillas, desecha por el abandono. Una tercera figura, horrible, vieja, permanece amenazante, semioculta (Rose Beuret, la esposa de Rodin, de la que nunca se separó), llevándose al hombre (Rodin).
Viene a colación ahora la atinada frase de Cervantes, que más sarcástica que la de Lope, y teniendo al amor como motor de todo, lanza uno de sus mordaces dardos envenenados: “que tiene el amor su gloria a las puertas del infierno”.
Especialista en temáticas históricas y bíblicas, el británico Frederic Leighton en “El pescador y la sirena” representa una dramática escena de amor imposible muy al gusto finales del XIX. El rostro del joven medio dormido o soñando, aventura su trágico final mientras la sirena se afana en abrazarlo por el cuello, para besarlo y arrastrarlo a las profundidades del mar. La cola de la sirena se enrosca en la pierna del pescador que reducida su voluntad parece rendirse.