La nación asiste a dos procesos judiciales distintos con características similares: ambos enfrentan a reconocidas figuras públicas, fueron incoadas por difamación e injuria para resarcir la honra ajena y las razones de los agravios subyacen en el intento de obtener ganancias partidarias a expensas de mancillar al rival político.
Por un lado, el senador Wilton Guerrero (PLD-Peravia) está siendo juzgado en su jurisdicción privilegiada, la Suprema Corte de Justicia, debido a que lanzó una acusación rotundamente temeraria contra el ex presidente Hipólito Mejia, vinculándolo a la búsqueda de financiamiento electoral a través de un poderoso cartel del narcotráfico mexicano.
Paralelamente, el agrónomo Leonardo Faña, alto dirigente del opositor Partido Revolucionario Moderno (PRM), al que también pertenece Mejía, enfrenta en un tribunal ordinario la demanda abierta en su contra por el ministro Administrativo de la Presidencia, José Ramón Peralta, a quien señaló como “mafioso” que supuestamente dirige y se beneficia de la importación de alimentos agrícolas.
En el caso de Guerrero, la Suprema Corte ha actuado de forma ejemplar, pues ha aconsejado al legislador desagraviar públicamente al demandante Mejía, debido a que no ha presentado ante los jueces las pruebas irrefutables que sustentan su irreflexiva acusación.
(Ayer el senador Guerrero pidió disculpas a Mejía).
En cuanto al proceso que protagonizan Faña y Peralta, creo previsible una exhortación similar al dirigente perremeísta de parte del tribunal que ventila el contencioso por difamación e injuria a favor del ministro Peralta. La debilidad de ambas detractaciones estriba en los motivos políticos que impulsaron tales agravios. El primero, Guerrero, para el proceso electoral del 2012 y Faña enmarcado en las elecciones pasadas.
Desagraviar implica reparar el daño cometido.