La institucionalidad criolla está intervenida por el populismo. La reiteración de la afirmación produce hartazgo, aunque la indiferencia exaspera más que la repetición.
El irrespeto y el demérito a la representación de los poderes del Estado gana adeptos, se convierte en rutina y por eso pierde importancia el hecho.
Merecen el agravio, dirán algunos y de inmediato la imagen del primer poder del Estado asoma. Los dislates son habituales en el Congreso, las decisiones y propuestas espantan tanto, como la composición del órgano.
El apego a los deseos del Ejecutivo es constante. Ganancia para facilitar la gobernanza y al mismo tiempo subrogación. La dependencia convierte la división de poderes en quimera, pero es acallada por los defensores de la fantasía de la separación.
La intromisión y control presidencial no los intranquiliza, dedican el tiempo a otros pendientes. Las curules son ganadas voto a voto, además, cuando necesitan favores legislativos, con o sin críticas, saben cómo conseguirlos.
La descalificación de la autoridad, acrecienta el poder arrogado, omnímodo, de las organizaciones cívicas. Son gestoras del populismo punitivo. Su vocería ultrajante provoca y alimenta, de manera irresponsable, los deseos de la calle, los reclamos hijos de la emoción, la manipulación y la insensatez. Empoderadas, después de su desenfadado lance partidista, demuestran disgusto cuando no complacen sus deseos.
Diseñaron un tinglado voraz para engullir dignidades y quien se atreve a resistir el embate artero, perece.
Disfrutan una cuota impresionante de la administración pública, gracias a las proclamas éticas inescrutables. No se conforman con el alarde cotidiano de influencia, la visita a los despachos, el acoso a través de mensajes y mensajeros.
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El incumplimiento de sus demandas conlleva desprestigio. No permiten la alteración del contenido de su agenda, lejos del barrio y la violencia, apegada a la defensa de las corporaciones financiadoras. El enojo es estridente cuando sus designios son desconocidos, la indignación sirve para enviar las señales adecuadas en defensa de lo pactado.
Vigilan como pretores, las actuaciones de jueces y fiscales. Desprecian carreras labradas con dedicación y sacrificio. Pretenden un sistema a la medida y aspiran retirar a quien no acate sus órdenes. Cuando alguien de la cuadra intenta salir del redil, disponen de un arsenal de agravios que asusta. Ha sido y es su estilo. Fue combatido antes por estamentos que hoy lucen claudicantes, fruto de una exitosa labor de zapa.
El acecho continuo pervierte procesos. “Lo peor- escribe Alejandro Nieto– es que siempre se encuentran jueces y fiscales dispuestos a dejarse manejar por convicciones ideológicas o por egoísmos descarnados”.
Las críticas a sentencias y dictámenes, ameritarían una reacción que el adocenamiento impide. El proceder no es reprochado con contundencia. Ayuda el respaldo mediático que omite mencionar derechos fundamentales conculcados y promueve, para diversión de las gradas, las condenas impuestas en los juicios paralelos.
Confundir derecho a la libre expresión con coacción, contraviene el orden jurídico. Indetenibles e impunes, persisten. Quieren transformar la Justicia “en una carta más de la baraja política que se maneja en jugadas vergonzosas a la vista de toda la nación” -Alejandro Nieto-.