Abarrotado de imágenes que detienen el tiempo en el Bohemia Jazz Café de Granada, se desciende entre luces y escaleras hacia miles de rostros acomodados, paredes que apenas tienen espacio para tantos protagonistas estampados como mudos testigos de un espacio musical único, donde instrumentos brillosos se unen a la regia decoración del lugar.
Entre animado bullicio, rostros alegres y complacidos, unas notas discretas de ragtimes animan la sonoridad de la mano de Ignacio Olmedo, que no toma muy en serio las melodías que brotan de sus manos ancianas, está a punto de terminar su primer set.
La gente con pasión congestiona un lugar que es el mejor símbolo del jazz en esta bella ciudad, hay ambiente y unas ganas de música irrefrenable, corre el tiempo urgente que rompe los temores dejados por el año 2016, máquina de tormentos y tragedias que en horas se despedía dejando una imborrable estela de odio y sangre en Estambul.
El jazz lo despide bajo el fuego estridente de un largo solo de Miles Davis, música repentina que deja descansar a Ignacio Olmedo, un pianista que más bien recuerda a un Bullumba Landestoy granadino.
Si bien los clubes de jazz se distinguen normalmente por sus fotos y carteles que atrapan una época incrustados en sus paredes, en el Bohemia Jazz Café de Granada, la intención es hacer largos murales donde personajes de cine y jazz se cruzan cada uno en su función barroca inconfundible: tapizar historias, íconos y referencias nostálgicas obligadas y dulces, queridas y cómplices de intensas memorias en la historia del jazz.
Hace apenas 8 años que el lugar de Antonio Cantudo tiene asombrados a granadinos visitantes nacionales y extranjeros, porque mantener un espacio así no siempre es posible ni en Granada ni en otro lugar.
Se ha de suponer que el perfil ideal del jazzómano Cantudo es musicalmente tozudo, decidido, líder de una tropa de ayudantes que incluye a Alvaro y Pablo, comprometidos con la causa de este lugar excelente como local y casi museo de jazz, solo comparable en España con los que aparecen en Barcelona, París o Bruselas, si se piensa apenas en Europa.
Para imaginar el Bohemia Jazz Café de Granada y los desvelos de Antonio Cantudo, bastaría mirar todas las paredes y medir el tamaño de cada cuadro, palmo a palmo.
Suenan temas de Dixieland y el espacio parece viajar como buscando sonidos pioneros, la mezcla es extraña, toda esa música junta, estilos diversos que vienen de repente. Sonidos que indican que el jazz es una música que tiene un público universal que no cesa, que lo busca en todos los rincones del mundo.
Descubrí por accidente el lugar, deambulaba cerca de la hermosa Catedral de Granada, cuando el famoso Capitán Gamba, desde Murcia, me indicaba que estaba cerca de aquel tesoro musical con ribetes de palacio eterno, monumental, como esas reliquias egipcias relucientes, que descubiertas conservan el esplendor nunca perdido.
Es otro espacio, la gente se maravilla porque el Bohemia Jazz Café parece una nave del tiempo musical, el viaje visual está influido por esos frescos de fotografías y recortes de toda suerte de collage, donde todas las caras conocidas y no conocidas viven al compás de todo el jazz posible, interminable, pieza tras pieza como una trenza sonora tan larga como lo puede ser un sueño inesperado, nada descriptible.
Los clubes de jazz son la embajada obligada en cada lugar del planeta, de quienes a cuesta caminan con esta música en el alma y en el aliento de los grandes recuerdos imperecederos, refugio no evitable entre la niebla y una larga complicidad compartida, con seres anónimos en un mundo convulso, tan convulso que ni el jazz en su mejor intención de siempre puede curar…
Mientras miraba el caudal de gente entrar alegre, porque aquel lugar era el mejor escondite para huir de un año sátiro y cruel, de adiós amargo y tenebroso, pensaba que una noche vieja de jazz simple, vivida desde un plácido rincón iluminado, era mejor que regresar a los peores recuerdos…
Al final del año, toda pieza de jazz es peligrosa para el alma tranquila que solo busca el reposo de los retos por venir.
Porque en cada melodía, obligación natal de toda música bajo la faz de la tierra, hay una historia escrita que solo el corazón sabe leer según su pena, según su aliento.
Por eso, mirar el mundo que viene desde el Bohemia Jazz Café, a pesar de todo, con las mejores ilusiones, era un solo de Parker seguido de la voz queda de Chet Baker, que en su desgarre melancólico nos contiene un poco a todos, dibujando el mapa emocional que debemos cuidar con pasión y alegría, si queremos un 2017, que como su composición numérica indica algún manto de suerte debe esconder.
Las campanadas de la Catedral teñidas en su cobre milenario, pretendían apagar el largo de sonido de trompeta de Clifford Brown, un agudo sostenido y melódico, suave en su descenso.
En su eco dilatado, el sonido de metal religioso se mezcló con un cuarteto glamuroso, el tiempo en segundos era un reloj de arena que se esfumaba en fracciones decimales, a golpe de jazz el mundo quería otra cara, la increíble oportunidad perdida, la quintaesencia de una nueva utopía.
Moría el año y la música era una banda sonora para el 2017, en algún lugar del mundo, Granada, el jazz ahogaba campanadas y aquel lugar era un extraño Belén, de gente que en muchas lenguas quería, aferrado al jazz, vivir un nuevo año diferente, de menos brumas, con alguna luz posible, como posible e incierta sigue siendo la vida (CFE )…