Los intérpretes de la Biblia al pie de la letra encuentran en las palabras de Jesús en el Evangelio de hoy un reportaje de cómo será el fin del mundo: “después de una gran tribulación, el sol se hará tinieblas, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo, los ejércitos celestes temblarán”. (ver Marcos 13, 24 – 32). Pero estas palabras de Jesús no son más que un resumen de cómo los profetas y los contemporáneos judíos de Jesús preveían y hablaban acerca del fin del mundo.
Hombres y mujeres de otro ambiente cultural usaban esos temas para afirmar, que este mundo y nuestra propia vida son perecederos; que las realidades tenidas por seguras, e inmunes a todo cambio, también son caducas.
Probablemente, Jesús de Nazaret, hijo de Dios encarnado, es decir, sometido en todo a las limitaciones de la condición humana, aparentemente se equivocó al predecir: “les aseguro que no pasará esta generación antes que todo se cumpla”. Los humanos nos equivocamos. En ello no hay ningún pecado, sino limitación.
A todos nos da seguridad poder predecir el futuro. ¡Cuánta gente se arrodilla ante un horóscopo antes de salir de su casa! Jesús nos libra de interminables y angustiosas conjeturas y cábalas inútiles al enseñarnos: “El día y la hora [del fin del mundo] nadie lo sabe, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, solo el Padre”.
Siempre que un año toca a su fin, surgen profetas de calamidades que pretenden conocer el futuro. Al igual que Jesús, nos toca enfrentar la vida cada día con la serenidad que nace de esta convicción expresada en el Salmo 15: “Tengo siempre presente al Señor, con él a mi derecha no vacilaré”.
El día y la hora nadie lo sabe, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, solo el Padre”.