Con ojos anegados, entre conmovidos e incrédulos, evidentemente afectados, se acercaban al ataúd a contemplarlo. Ahí estaba, inanimado, silencioso y en paz, el amigo, patrón, sacerdote, “el padre”, “papá”, como algunos le decían.
José Ramón Pérez Jiminián, auxiliar en la iglesia y después de su retiro el secretario fiel y administrador de sus medicamentos y agenda, cumplió el encargo de prepararle la vestimenta que pidió para este día final entre los vivos: el alba blanca, símbolo del bautismo, la estola dorada representando el orden sacerdotal.
Y entrelazado entre sus manos aún hinchadas y amoratadas por las constantes punciones en busca de localizar sus venas para inyecciones y transfusiones, el Santo Rosario que rezaba devotamente junto a ese personal que lo acompañaba en su retiro.
Por el salón donde monseñor Agripino descansaba rodeado de rosas, claveles, girasoles, anturios, margaritas, lirios cala, iluminado por luces de cirios blancos, sahumado con el olor del incienso y asperjado con el rocío del agua bendita, desfilaron e hicieron guardia de honor estudiantes, egresados, familiares, ministros, gobernantes, expresidentes, empresarios y ellos, sus humildes servidores que ya le habían escuchado balbucear sus últimas palabras.
Gabriel Hernández, encargado de su seguridad personal, y José Liranzo, su chofer, fueron los últimos en verlo con vida. “Monseñor, le estoy pidiendo a la Virgen que interceda por usted ante el Señor”, expresó el militar.
Lamentan la pérdida
Él musitó: “gracias”.
Pero Fátima Rodríguez, su ama de llaves, pudo, mucho antes, ver su rostro iluminado y una sonrisa amplia.
“El Señor se le presentó”, le dijo, y ella comenzó a llorar presintiendo el final. En vez de turbarse como hacía al ver llorar a una mujer, él siguió sonriendo y le aconsejó: “Fátima, tiene que ser valiente”.
Los hermanos Jesús, José, Juan, relataron que el sábado solo repetía la palabra “Virgen”.
“En todas las pruebas de dolor que pasó, aceptó la voluntad de Dios”, declaró Juan, y agregó que media hora antes de expirar le recordó la oración de Jesús en el huerto de los olivos: “Padre, si es posible que pase de mí esta prueba, pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya. Y él la repitió conmigo”, narró.
El ala izquierda del “Multiuso” de la Universidad estaba colmada con la larga parentela del exrector, maestro, sacerdote, escritor, filántropo, mediador, amigo y hermano de tantos humildes guardianes, domésticas, serenos, choferes, cuidadores de sus perros, enfermeras, vecinos de comunidades cercanas que en cada misa dominical le entregaban sobrecitos con peticiones pastorales y personales que él complacía durante la semana.
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Miriam Cerda, leal colaboradora hasta su final, testimonia: “Tuvo la oportunidad de relacionarse con personalidades del mundo, a todos los niveles, sin embargo, sentía gran complacencia cuando compartía con los más pobres. Esta capacidad de sentirse muy a gusto con ellos se mostraba en su trato con el personal de menos ingresos de la Universidad.
Nunca pasó por las puertas de entrada de los recintos universitarios sin bajar el cristal de su ventana para saludar o despedirse de los guardianes. Su mano fue muy generosa, ayudó a mucha gente que acudió a él para resolver un problema personal o familiar”.
Fernanda Almonte, Basilio Guzmán, Juan Estévez, Fátima Rodríguez, José Ramón, los primos que vinieron de Nueva York, los sobrinos, estuvieron despidiéndolo.
Para el personal, era el amo bueno con el que compartieron ese Ángelus invariable con el que la profesora Elsa Brito y el padre Espinal, nuevo rector de la PUCMM, llenaron unos minutos del velatorio.
Su familia reacciona
Igual de conmovidos estaban otros que fueron como sus hijos desde que empezaron sus estudios hasta alcanzar la notoriedad a que le han hecho acreedores sus méritos profesionales: Inmaculada Adames, Mariano Rodríguez, Milton Ray, Flavio Darío Espinal, Ramón Pichardo, Radhamés Mejía y Amparo, Félix García, Carmen Rodríguez, Víctor Joaquín Castellanos, Daniel Rivera, Rafael Fernández Lazala, Manuel Estrella, Amelia González…
Estrella, que tenía a monseñor como a su padre, pronunció dolidas palabras al finalizar la misa, agradecido porque gracias al programa de crédito educativo que creó Núñez Collado, pudo hacer carrera profesional.
Sus manos parecían temblar cuando al concluir su discurso se colocaba la mascarilla. No era para menos, él estuvo hasta el último respiro del que ahora yacía inánime.
La pandemia no fue óbice para que tanto público, aún personas con limitaciones, como don Eduardo Fernández y su esposa, fueran a despedir al amigo.
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Salmos y responsos
Temprano acudió el Arzobispo Emérito Ramón Benito de la Rosa, pidiendo al Señor: “Dígnate llevarlo al lugar de la luz y de la paz” y exclamando: “Agripino, acuérdate de mí en tu reino”.
La misa fue presidida por monseñor Freddy Antonio Bretón acompañado por más de 30 diáconos, sacerdotes y ministros, entre los que estaban el Arzobispo Francisco Ozoria, de Santo Domingo, y Jesús Castro, obispo de Higüey.
La enfermedad
Monseñor fue muy discreto con sus padecimientos, tal como expresó Estrella. Lo afectó la covid en más de una ocasión y tenía comorbilidades que fueron lesionando su salud.
Pero, como apuntó Miriam Cerda, “siempre se manejó con estoicismo y confianza en Dios de que saldría de las situaciones, lo que logró en innúmeras ocasiones”.
Su último internamiento sucedió 27 días previos a su deceso, afectado de covid. En esta última batalla lo venció su delicado estado de salud.
Juan Núñez tuvo palabras de gratitud para los doctores Rafael Sánchez Español, Brígida Navarro, Liliana Fernández, Manuel Lora Perelló, Nicolás Batlle, César Jiménez, Katherine Gómez, Carlos Brito, Benjamín Hernández, Julio Alberto Sicard Cerda y Yanibel Acosta, su enfermera de cabecera.