El papel de celofán encubría un juego de vasos, de tazas o algún platón para colgar en la pared. Cajas de galletas, jabones, flores, frutas. Pañuelos, brillantina, agua de Florida. Las posibilidades económicas de la familia determinaban el empaque, pero nadie omitía la ofrenda.
Cuando la penuria obligaba, esa crujía que golpeaba a muchos, en ocasiones motivada por la persecución política, la ausencia servía de excusa. Un imprudente colerín, una fiebre intempestiva o la exigencia de algún adulto mayor que impedía asistir a la celebración, permitía cubrir la falta del regalo.
Había fiesta, además del homenaje al maestro, la entrega de las calificaciones entusiasmaba y angustiaba. El desempeño en la clase, la conducta, las habilidades con las manualidades y deportes, quedaban plasmadas en la libreta y en la advertencia que harían al entregarla. Festividad que asimismo develaba la orfandad, la muchachada estaba pendiente de quién iba o dejaba de ir a buscar las notas.
Orfandad con padres vivos despreocupados o en una época, desaparecidos, presos, muertos, exiliados. Día festivo para escolares y docentes, momento para agradecer y atender las sugerencias de ese magisterio más que comprometido con la enseñanza. Legiones de mujeres y hombres para quienes la escuela fue santuario.
Recia generación sin remilgos ni cobardía, con el lápiz como adarga y la cartilla como pedestal. Casi monásticos algunos, sin ser ascetas, enseñaban con el ejemplo. Durante la tiranía la astucia de esa casta, hija de la solidaridad salvó decenas. Ese avisar el peligro sin estridencias, pero con el arrojo y la prudencia que la circunstancia exigía.
En zonas urbanas, rurales, semiurbanas, quien tuvo el privilegio de asistir a la escuela, atesora el recuerdo de su maestro. Cada jornada, con risas y llantos, melcocha, refrescos, pelota, tiza y pizarrón, descubrimiento de países, tormentos con los números, encanto con la geografía, la historia, con el español, trae la evocación de la maestra.
Circunspecta o sonriente, de hablar quedo o vociferante, con la dignidad de un solo traje o una falda desteñida, esa estirpe dejó huella en su alumnado. Cada jornada con espanto y sospecha, con murmullos y certezas, con cuadernos mostrando la imagen del amo y señor del territorio, apareja la reminiscencia del maestro y su indumentaria de honor y sabiduría. Personas atrapadas por el silencio que hacían cabriolas verbales para decir sin riesgo y trazar caminos de libertad sin arengas.
Ese maestro, como lo describe Paxti Andion, “con el alma en una nube y el cuerpo como un lamento”. Nunca será inútil recordar aquella estirpe para quien el aula fue surco. Esa que cada día, tras el deletreo y el borrador, provocaba curiosidad y reverencia.
Digna transitaba esa clase, con techo de zinc y portando sombrilla de varillas escasas. Su patrimonio era el saber, saber mucho, tanto, que podía transmitirlo. Jamás será fútil la admiración y el respeto a la voz que despertaba el interés declamando poemas que quizás escondían algún pesar ignoto, pero al mismo tiempo revelaban palabras nuevas, sensaciones y mostraban la posibilidad de ser mejor, de disentir, de conocer los avatares de la patria.
Desde el año 1939, el 30 de junio está consagrado, mediante Resolución 06-39 de la Secretaría de Educación, como Día del Maestro. Es el día dedicado a homenajear a esos sembradores que marcan vidas con señas indelebles, sin esperar retribución. La recompensa no la perciben, es inmensa, está en la memoria de cada estudiante cuando en la adultez evoca sus lecciones.
La manera y métodos pedagógicos cambiaron, son muy distintos a los de otrora, empero, también este magisterio signará la vida de su alumnado. Las limitaciones que exige la pandemia, los afanes de la campaña electoral con sus agravios y la infinita procacidad de la ambición, opacaron la conmemoración.
Tardío nunca será el reconocimiento a esos sembradores que aprenden enseñando. Fieles a las estrofas del poema de Román de Saavedra, “siembran cada día, en los campos eternos de la vida, sin pensar en el fruto, sin soñar en la flor.”