El continente latinoamericano siempre ha sido terreno fértil para que la mano dura se instaure en el poder. Equivocadamente, los vacíos institucionales abrieron las compuertas a figuras de excepción que violentaron reglas e instauraron modelos partidarios muy distantes del respeto al libre juego de las ideas. Por años la sed por el hombre fuerte estuvo anclada en la tesis de enderezar los entuertos de la sociedad.
Contrario a la tradición autoritaria, la versión fresca posee el atractivo de cumplir con formalidades que sostienen excesos de toda índole, bajo la mascarada de legalidad. En Venezuela, Colombia y El Salvador aconteció lo previsible: colapsaron los partidos tradicionales. Adecos, Copeyanos, Conservadores, Liberales y los militantes de Arena y FSLN, activaron el circuito del desencanto.
Así, llegaron los vengadores con una legitimidad democrática formal, pero reproductores de los vicios propios de la partidocracia histórica.
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El nuevo contexto y legitimidad de las figuras de las dictocracias no apelaron a las clásicas confrontaciones ideológicas, sino que terminaron aprovechando la ira de una población insatisfecha por las desigualdades y exclusión, y montándose en el discurso de redimirlos llenaron las urnas de votos con fe ciega de que el redentor de turno podría llevarlos a un puerto seguro.
Lo de Nayib Bukele rompe con los esquemas típicos. Su éxito encontró una sociedad que apostó al FMLN como respuesta al fracaso de Arena y los niveles de corrupción de sus largos períodos gubernamentales.
Al beneficiario del 85 por ciento de los electores salvadoreños le facilitó su presidencia la frustración con Mauricio Funes y Sánchez Ceren. Y después de obstruirlo, llegó y se instauró para inaugurar una categoría de gestión y popularidad insostenible en el tiempo, pero sepulturera de falsedades de izquierda y derecha que llenaron de insatisfacción a tantos ciudadanos.
La población salvadoreña en su afán por escapar al flagelo de la violencia ha decidido apostar a un modelo en el que se gobierna bajo un régimen de excepción que implementa políticas populistas de corte autoritario y que irrespeta los derechos humanos y la constitución.
Este régimen catalogado como “híbrido” por organismos internacionales, tendrá que demostrar que puede sostenerse en el tiempo sin acercarse peligrosamente cada vez más a una dictadura.
Esperemos que el péndulo de las dictocracias no termine instalándose en el extremo de un nuevo periodo de terror.