Al final de los años, cuando las enfermedades torturan el cuerpo y a pasos lerdos se dan traspiés lidiando con penurias y privaciones, la cuesta de la vida se empina. Difícil transitarla, pero más que por la indefensión, la voluntad de proseguir la marcha la debilita el desamor, el saberse olvidado, abandonado hasta por hijos e hijas.
Una realidad padecida por miles de envejecientes dominicanos, agravada por la exclusión social, irrespeto, rechazo, maltratos, los derechos y la dignidad vulnerados. Más dramática para los pobres, aunque no exclusiva de los que les falta el pan, los medicamentos, el cuidado que amerita la fragilidad de esos últimos años. En alta proporción, ricos y pobres sufren soledad, desamparo.
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Les falta amor
Con frecuencia, hijos e hijas olvidan los desvelos de madres que entregaron su vida a su cuidado, de padres, abuelos y abuelas que nunca los desprotegieron.
¿Por qué mis hijos no me llaman, no vienen a verme?, preguntan ancianas recluidas en un centro público de acogida, donde con frecuencia la soledad va acompañada de severas carencias, por falta de recursos financieros.
Otros deambulan por las calles. Indigentes con enfermedades físicas o mentales abandonados por sus familias y el Estado, sin cuidados paliativos que mejoren su calidad de vida, les provea asistencia sanitaria, atención psicosocial.
Mientras, envejecientes son sometidos a trámites tortuosos al gestionar una pensión del Gobierno o de las Administradora de Fondos de Pensiones (AFP). Las trabas indignan.
“¡Cuánta falta de dignidad al final de los años! Nos falta mucha caridad!, exclama doña Elena (nombre ficticio), al vivir una experiencia traumática en la Dirección de Jubilaciones y Pensiones (DGJP). Y más que la suya, la padecida por otros envejecientes en un lugar donde a diario acuden ancianos desde zonas distantes, enfermos, fatigados, varios con muletas y andadores por las dificultades motoras, paralíticos en sillas de ruedas, algunos con trastornos de visión y otras discapacidades.
Al llegar al edificio de la DGJP tienen que tomar un ticket en el parqueo y permanecer ahí hasta que su número aparezca en la pantalla para poder entrar a la sala de espera, donde no aceptan acompañantes, sin importar la condición física del envejeciente.
Sofocados por el agobiante calor, aguardan a ambos lados del parqueo sentados en sillas plásticas que se van juntando cada vez que entra la jeepeta de un funcionario.
Es un ambiente de mucho ruido de ambulancias y del tránsito vehicular. Una estrecha acera que termina en una pendiente muy peligrosa, paralela a la avenida 27 de Febrero, conduce al parqueo, donde no existen rampas para impedidos.
“Esos servicios para envejecientes no deben ofrecerse en la cercanía de una estación de autobuses, por el mucho tránsito de autos y transeúntes”, indica doña Elena y agrega: “Me resultó extraño ver a un exministro de Agricultura sentado en el parqueo, quien no tuvo que hacer el largo turno que a mí me toco”.
Entre los congregados, había personas poniéndose al día ante un llamado de la DGJP, ya que viudas o viudos cobraban la pensión del cónyuge fallecido sin el trámite de lugar. Esto se evitaría si las instituciones trabajan en coordinación, certificando y notificando los fallecidos a la DGJP.
¡Es que no veo la pantalla!
La mirada de los presentes se dirige a una anciana que en la puerta habla con el oficial de custodia, negado a permitir la entrada a la sala de espera al hijo que la acompañaba, quien le suplicaba porque su madre está casi ciega por la diabetes.
No puedo quedarme sola, no veo, reclamó la anciana, quien fue a buscar la pensión del esposo, totalmente impedido. Doña Elena promete al hijo que la cuidaría, pero su madre insiste: Es que no veo la pantalla ni los números. Tampoco tengo celular para llamar a mi hijo.
Trata de calmarla, le dice que estaría pendiente de ella y que lo llamaría con su celular. Un poco más tranquila, le entregó el ticket y se mantuvo atenta hasta que llegó su turno. La condujeron al lugar indicado, luego buscaron al hijo para que se la llevara.
Una larga espera
“Es denigrante, humillante y atropellaste el servicio que desde esa institución pública se ofrece al adulto mayor, al envejeciente”, dice doña Elena, quien siente que la indignación le ahoga.
“Llegue a las 10:21 a.m. y salí a las 4:00 p.m. Un oficial me dice que tome un turno en el parqueo, lo hice y me senté. A las 12:00 entra una camioneta con comida gratis y es denigrante ver la avalancha de personas sobre aquella camioneta”.
Su turno nunca apareció en pantalla, igual que el de otras ocho personas. Al no salir, fue adonde la joven encargada, y al preguntarle la causa le respondió: “Esa pregunta me la hace cuando llegue su turno, y siéntese”.
Finalmente, pasó a la sala de espera, donde nueva vez tomó un turno, pero tampoco salió, pues saltaron dos números.
“Fui donde la señorita que repite los números de la pantalla y le reclame. Solo así logre pasar, donde por fin me atendieron”.
Depositó los documentos requeridos. Al otro día le sorprende una llamada telefónica de una empleada de la DGJP para que llevara dos fotos, que olvidaron decirle, y que entrara por una puerta reservada para quienes entienden pueden pasar. Le aseguró que ella la atendería, pero al volver, no estaba. Le escribió por WhatsApp y la encargada llamó a otra empleada para que recibiera sus fotos.
Doña Elena, quien consagró largos años de su vida a la vejez desvalida, trabajando honoríficamente en su cuidado, en aliviar sus necesidades, lamenta que personas mayores tengan que padecer tantos sinsabores. Y concluye su relato con esta conclusión:
“Al envejeciente o adulto mayor cada día se les hace más difícil la supervivencia. ¡Cuanta falta de dignidad al final de los años!”