Un compromiso entre los principales actores políticos, económicos y sociales
Si hay un tema político/económico que desata temores, problemas y hasta demonios, como se dice tiene la mitológica Caja de Pandora en su interior, es el Pacto Fiscal.
Existen importantes diferencias sobre lo que este significa, pero hay acuerdo, unánime discursivamente, en que este debe basarse en un compromiso entre los principales actores políticos, económicos y sociales para identificar y obtener los recursos materiales producidos y/o potenciales y distribuirlos con la máxima equidad en el territorio donde habita la gente.
Sin embargo, puede darse el caso, como el nuestro, donde no sea difícil identificar esos recursos, pero no así los actores determinantes para lograr un pacto sostenible.
Esa circunstancia, más el contexto de pandemia que trastoca la vida de este país y del mundo, dificultan la materialización de la idea/urgencia del Gobierno de buscar recursos para enfrentar los serios desafíos que en términos económicos harían sostenible sus políticas sociales, pero constituyen problemas que tiene que sortear con iniciativas valientes e innovadoras en su relacionamiento con los sectores políticos y empresariales.
Un importante dilema. También que este proyecto de reforma fiscal no puede ser desligado de una ineludible reforma del Estado, algunos hablan de refundarlo, para combatir la cultura de la depredación de lo público de parte grupos políticos/empresariales o empresariales/políticos.
Un pacto político para esta reforma, se supone, es fundamentalmente con las fuerzas más importantes de ese ámbito.
En este caso el PLD, sumido en una crisis de credibilidad pública de la que lejos de disminuir se acentúa, porque los apresamientos y sometimientos de muchas de sus piezas claves van tan lejos que no pocos piensan que llegarán hasta el actual presidente de ese partido y expresidente de la República.
Supone, además, un acuerdo con el sector empresarial, generalmente renuente a reconocer que el Estado tiene el deber de intervenir en la forma de producción y distribución de la riqueza. Se requiere también la representación de la sociedad civil que, en nuestro caso, debe superar evidentes debilidades organizativas.
Según la OCDE, solo Guatemala, con un 12.6% tiene menos impuestos que nosotros, 13.7, pero estamos entre los más corruptos, los que menos invierten en educación, en embarazos de adolescentes (generalmente no deseados o por violación), en derechos laborales y bajos niveles de sindicalización, etc., y de eso no son culpables sólo los políticos, sino también determinados poderes fácticos.
Por consiguiente, hay razones para suponer que éstos últimos tratarían de limitar los alcances de una democratización del gasto. Saben que, si el gobierno quiere más recursos para hacer viables sus políticas sociales, tiene que incrementar el gravamen a las grandes fortunas.
Además, dejar sin efectos las grandes exenciones fiscales y las donaciones millonarias de carburantes que reciben grandes empresas, al tiempo de contemplar nuevas potestades en materia impositiva a los gobiernos locales, para yugular el absurdo de que municipios como Haina, con el mayor parque industrial del país y de enclaves turísticos, como Higüey, estén entre aquellos que tienen los mayores índices de pobreza.
También, la inconcebible situación de una Barrick Gold, que dispone de todo un río, mientras Cotuí casi no tiene agua. Parecida circunstancia vive Bonao.
En definitiva, el dilema del gobierno para hacer una reforma fiscal justa y sostenible es lograr un acuerdo con diversas fuerzas políticas y económicas, pero apoyándose en el sector social que más lo necesita: el pueblo llano. De algo debe servir la experiencia de Colombia.
Solo Guatemala tiene menos impuestos que RD, pero estamos entre los más corruptos