Dinero y clase

Dinero y clase

Hay un principio que establece que si ser rico fuera fácil, habría más ricos que pobres, que no parece ser el caso. En México oí una versión en un comercial de un brandy: “si las cosas que valen la pena se hicieran fácilmente, cualquiera las haría.” Todas las organizaciones sociales, por otro principio (que no podemos desarrollar aquí) tienen la forma de una pirámide sentada sobre su base. Más gruesa abajo, o más delgada, pero siempre siguiendo la regla de que el escalón superior es más estrecho que el inferior.

La razón para el primer fenómeno es bastante intuitiva: hacerse rico –pudiente, acaudalado, millonario- requiere de una combinación muy particular de talentos y cualidades. Y circunstancias. Es acertar un boleto de lotto de doce números. Por eso quince, veinte personas son dueños de este país. Y trescientos, del mundo.

Pudiéramos pensar que es la inteligencia, que si tenemos un alto coeficiente intelectual tenemos asegurado el pase al club de los adinerados. Falso. Una inteligencia rayana a la genialidad puede ser incluso contraproducente. El genio vive una realidad paralela, un mundo abstraído y separado, totalmente fuera de la lógica de los negocios. Henry Ford dijo una vez que su mayor talento había consistido en rodearse de gente talentosa.

Si no es la inteligencia excepcional, entonces ¿qué? Seguramente la capacidad de trabajo. Pues resulta que tampoco. Aquí, en el mundo, hay gente que trabaja de manera obsesiva –de aquí el calificativo de workoholics, trabajólicos-, gente que sólo encuentra estímulo e interés en el trabajo. A veces buscando fortuna. Otras, huyendo del fantasma de la pobreza. Otras más por incapacidad en actividades alternativas. En todos los casos dedicando diez, doce, catorce horas diarias de trabajo. Sin fines de semana, sin vacaciones. El esparcimiento, el descanso, es pérdida de tiempo, pérdida de tiempo productivo. Desafortunadamente, al final no encontrarán la olla repleta de monedas en la punta del arcoíris. Y morirán como moriremos todos: sólo con la ropa que llevamos puesta. Pero si no existieran mentiras el mundo no sería mundo. Ni siquiera sería divertido.

Astucia. Esta sí que es una de las cualidades imprescindibles de los ricos. Astucia es la capacidad de intuir, de deducir en una situación dada cuál es el vector de poder y cómo explotarlo en beneficio propio. No es resolver un sistema de ecuaciones diferenciales, ni devanarse los sesos esperando a que lo que no hace sentido termine por hablar de manera coherente. La astucia sabe detenerse, desechar, renunciar. Cuando el resultado no hace sentido, o es probable, o mínimamente satisfactorio. Otra cosa es tirar a lo primero que se mueva, y el rico sabe que no tiene todas las fuerzas ni todo el tiempo.

Aún así hay personas astutas que no son ricas. Y no lo son porque su objetivo no es el dinero. Personas astutas que andan tras un gran amor. Tras poder político. Tras la reverencia de los demás, de las masas. Tras la obediencia de su entorno. O tras la felicidad, porque no todos los objetivos son por necesidad alienantes. De lo que sacamos una primera conclusión en firme, por encima de lo obvia que pudiera parecer: el rico tiene que andar permanentemente tras el oro. Otra cosa lo aparta de su ethos, que es poner en riesgo su propósito.

Siempre tras el oro, el rico pone a trabajar el motor de su codicia: ¿dónde hay dinero? ¿En qué? ¿Con quién? ¿Cuánto? ¿Haciendo qué? Dinero, ¿ahora? ¿Por cuánto tiempo? ¿Cómo preservarlo? ¿Cómo aumentarlo? Tenemos aquí otro espacio donde tiene que aplicar su astucia: las circunstancias, aprovecharlas o, mejor, crearlas. Crear el dinero, cuidarlo, protegerlo y, luego, acrecentarlo. Schumpeter sugiere que sea mediante la innovación. Es lo que toca al empresario en un capitalismo sano y dinámico, en contraste con el feudalismo de los rentistas, lento, escaso y conservador. La innovación, las rentas, el espectáculo, la corrupción. El capitalismo post moderno ha hecho patente la diferencia entre dinero y clase.

Pensemos en la corte de Luis XIV, por decir. Hay, obviamente, dinero, mucho dinero. Es lo que permite financiar la corte, un grupo de personajes económicamente improductivos. Es lo que permite tener lujos y satisfacer caprichos. Pero, hay otras cosas… Arte: pinturas, música, poesía. Ciencia: estudiosos, filósofos, cronistas, historiadores. Religión, obispos, tutores. Es decir, dando por sentada la fortuna económica del soberano, lo que cuenta en la corte es la clase y el refinamiento. La delicadeza, la cortesía. La sagacidad, la mordacidad. La paciencia, la serenidad. La cultura. Las maneras. La prudencia.

En los tiempos del feudalismo rentista, el dinero era un recurso de la clase. En el capitalismo post moderno, el dinero no tiene restricción. Da lo mismo el dinero resultado de negocios lícitos y tradicionales que el dinero de la economía delincuente, de las drogas o de la corrupción política. O del sicariato: el mesero nunca pregunta de dónde procede el dinero que paga la cuenta. Por eso es que somos y tenemos lo que vemos a cada paso. Por eso es que cada vez tenemos más dinero y menos clase. Por decir, un automóvil de súper lujo que agrede, avasalla y atropella en todos los sentidos conducidos –faltaba más- por un sujeto lo más cercano a un cromagnon. Ropas estridentes, maneras primitivas. La grosería adinerada. Sólo hay que detenerse a escuchar lo que dice, y cómo lo dice, el rico reciente. Cómo le salta la comida de la boca. Lo material, objetivo, elaborado en otros términos, para otro propósito.

El elemento subjetivo no se acomoda a su entorno. No va, no tiene su desarrollo. Es arropar a un cerdo con las sábanas del rey. Hay algo que no concuerda, no rima. Y, lamentablemente, la clase no es algo que pueda compra el dinero inmediatamente. Una cosa es el libro. Otra, la lectura. Es un asunto de formas, maneras, propuestas, intentos, frustraciones. Que necesita gente pensante, sensible y dispuesta empapelando el entorno. Y tiempo, mucho tiempo. Lamentablemente, el dinero no puede comprar la clase, como no puede comprar la inmortalidad. Por mucho, por grande que sea. Y lo que es peor, cada vez que lo intenta, más se siente su olor a pocilga

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