Hoy meditamos el misterio de la Santísima Trinidad. Al igual que nuestros hermanos mayores, los judíos, nosotros creemos en un solo Dios. Para nosotros, Dios es el Padre de Jesús. El Maestro ha podido revelarnos plenamente al Padre, porque él mismo también es divino, tan divino como Aquél a quien él llamaba Padre.
Nosotros, seres humanos pequeñísimos ante el universo infinito (Salmo 8, 4 – 9), ¿Cómo hemos podido romperle la cáscara al misterio de Dios? ¡Porque el Padre y el Hijo han derramado su Santo Espíritu en el fondo de nuestros corazones! (Romanos 5, 1- 5).
Nuestro Dios es Trinidad, es decir, es una comunión de amor. El Padre, fuente de generosidad amorosa insuperable se entrega todo al Hijo. Por eso, Jesús puede decir, “todo lo que tiene el Padre es mío” (Juan 16, 12-15). El Hijo se entrega todo al Padre en amor. Jesús, el Hijo, es siempre aquél “que va hacia el Padre” (Juan 16,17), porque procede del Padre (Juan 17, 8). El Padre nos da su Espíritu, que procede también del Hijo y nos hace hijos, es decir, suscita en nosotros la misma actitud de Jesús ante el Padre y los hermanos.
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Desde niños, aprendimos a santiguarnos, en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Con ese símbolo ratificamos una amistad y una comunión, que el Padre comenzó. Él está sobre todos, (tocamos la cabeza). Esa amistad la realizó el Hijo, abajándose hacia nosotros (movimiento hacia abajo, tocando el pecho). Esa amistad nos coloca en comunión con Dios y con todo lo creado en el Espíritu, que nos abraza a todos (tocamos los dos hombros).
El símbolo trinitario tiene forma de cruz, porque la verdad de la Trinidad, como la de las madres, se prueba en la cruz y da vida de gratis.