Por Juan Carlos Mieses
Gracias, poeta y amigo Basilio Belliard, por la amabilidad de acompañarme en esta feliz ocasión y compartir con los presentes algunos aspectos de mi quehacer personal y literario.
Gracias, maestro José Alcántara Almánzar, por esa declaración que me enaltece, pero que en lo adelante me obligará a vivir a la altura de sus palabras.
Gracias, apreciado amigo José Antonio Rodríguez, por su hermosa sorpresa que combina el arte, el talento y la amistad.
Distinguida dama y caballeros integrantes de esta tribuna de honor, señora milagros Germán, Ministra de Cultura de la República Dominicana. Señor José Luis Corripio Estrada, presidente de la Fundación Corripio. Señor Carlos Veitía, director del Teatro Nacional. Señor José Alcántara Almánzar, asesor de la Fundación Corripio. Señor Juan Daniel Balcácer, asesor de la Fundación Corripio. Señor Basilio Belliard, escritor, poeta y amigo. Señoras y señores.
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Sin duda, las palabras más justas y más felices que puedo decir en este momento son las de agradecimiento hacia quienes hicieron posible esta noche.
Justas, porque nadie, aunque así lo piense, crea nada solo. Ni el escultor que cincela huecos en el aire con técnicas y herramientas inventadas por otros, ni los poetas que utilizamos palabras heredadas del tiempo y la memoria colectiva para reinventar el mundo, lo que me hace decir que la lengua es siempre el coautor de todas nuestras obras.
Me complace manifestar mis más emocionadas gracias a los patrocinadores del Premio Nacional de Literatura: la Fundación Corripio, presidida por el distinguido mecenas de proverbial generosidad e impecable cortesía, don José Luis Corripio Estrada y el Ministerio de Cultura de nuestro país, dirigido por su excelencia, la distinguida ministra Milagros Germán.
Gracias a los honorables miembros del jurado que ha tenido la benevolencia de considerarme digno de este enorme reconocimiento e incluirme en un listado en el que figuran algunos de los mayores escritores dominicanos contemporáneos.
Gracias a mi esposa Evelyne, que me ha amado, acompañado, cuidado, apoyado y soportado por casi medio siglo.
Gracias a mi padre y a mi madre, cuyo amor hacia mí, aun desde sus tumbas, me conmueve. Gracias a toda mi familia y a cada uno de mis amigos.
Gracias a mi editor Isael Pérez por su incesante apoyo y a los escritores dominicanos de hoy que han aceptado con generosidad y celebrado de manera solidaria y entusiasta el honor que se me confiere esta noche, lo que para mí constituye otro premio de invaluable valor, que me honra profundamente.
A mis lectores, que nunca han sido muchos, pero sí leales y cuyo entusiasmo ha animado siempre mis esfuerzos.
Y gracias, in memoriam, a otro mecenas de mi pasado, don Vincenzo Mastrolilli, patrocinador de los premios Siboney. A mi maestro ido a destiempo –y nunca fue tan certera y dolorosa esa expresión– el gran poeta místico Máximo Avilés Blonda, que me enseñó que la literatura era un asunto muy serio y no debía tomarse a la ligera.
A mis escritores favoritos, de todas las épocas y géneros que han hecho posible mi existencia literaria y cuyas obras y ejemplos me siguen enseñando el sentido de la elegancia y la discreción, pero también el compromiso y la solidaridad con nuestra realidad y nuestros semejantes.
Señoras y señores, cuando don Pepín Corripio –en compañía del viceministro Gamal Michelén y los demás miembros del jurado– me dio la noticia fausta, pero intimidante, por medio de una llamada telefónica, de haber sido escogido este año para recibir tan importante galardón, tuve que esperar unos minutos para reponerme de la impresión y de la sorpresa y en ese lapso de tiempo pasó por mi mente una reflexión que el clérigo Tomás de Kempis compartía con sus hermanos agustinos en los albores del siglo XV:
“Cuán rápido pasa la gloria de este mundo…”
La evocación de la pequeña frase del canónigo Tomás, en el momento en que un grupo de personalidades acababa de otorgarme el mayor reconocimiento que puede recibir un escritor en nuestro país, resultó perfectamente adecuada para no dejarme adormecer por los embrujos de la vanidad, que yo llamo –con el perdón del papa Gregorio Magno– el octavo pecado capital y el preferido de nosotros, los poetas.
Tomás de Kempis me recordaba así que la labor de un escritor no es inútil ni frívola, sino que corresponde a una necesidad dentro de la cotidiana lucha por la supervivencia de la dignidad y la trascendencia moral del ser humano.
Me recordaba también, que mi labor literaria no es un himno a mi orgullo, sino una voz más en la diversidad de la literatura universal, voz que podría trascender, si tiene suerte, mi efímera existencia y que mi obra, no yo, representa la verdadera galardonada con este premio intimidante, repito, porque en esta vida cada don exige un sacrificio y cada privilegio conlleva una responsabilidad.
Para que no olvide que los frutos felices del oficio de escritor, cuando los hay, no representan una elegante sinecura para alcanzar prestigio y renombre o para acariciar nuestra autoestima, sino una nueva oportunidad para expresar angustias y anhelos compartidos por los lectores de hoy y del porvenir; que las palabras, esos “soplos de aire” como las llama Irene Vallejo, esas palabras con las que nos apropiamos de la realidad como afirma Andrés L. Mateo, son capaces, si las usamos sabia y eficazmente, de cambiar el rumbo y el sentido de la humanidad.
Y finalmente, el aforismo de Tomás de Kempis me ayudó a recordar que los artistas, los escritores y los poetas no somos los protagonistas de la Historia, pero sí somos los testigos, los cronistas y los hierofantes del tiempo espiritual de la humanidad, y que, así como Agamenón y Menelao eran “pastores de hombres”, como los llama Homero en su Ilíada, así mismo los artistas, poetas y escritores somos pastores de sueños, de inquietudes, de dudas, de indignaciones y de esperanzas compartidas.