Disquisiciones sobre la felicidad y un Gargantúa de malignos

Disquisiciones sobre la felicidad y un Gargantúa de malignos

Ocasionalmente, salido de la nada, “out of the blue” como dicen angloparlantes, me llega al recuerdo la serena sonrisa del cellista Lev Aronson, compañero mío en la Dallas Symphony Orchestra, allá por los turbulentos años sesenta, cuando recibí un contrato de esa Sinfónica para ocupar la posición de Asistente Concertino. Una vez allí, rehusé tal posición, por respeto a quien la ocupaba, fundador de esa orquesta cuando –algunos años atrás– los ricos texanos no estaban interesados en patrocinar adecuadamente tal institución. Mi decisión de sentarme detrás de él produjo sorpresa, desconcierto y simpatía, pero ninguna expresión afectuosa era tan convincente como la del viejo cellista.

En cierta ocasión me preguntó: ¿Se siente usted tan bien como luce, por haberle cedido su posición a un viejo enfermizo, o fue para ganarse simpatía?

  –Fue por la felicidad de poder dar (to give). ¿Existe mayor felicidad?

  –No… bueno… existe la felicidad de recordar lo bueno que se ha vivido… Yo revivo en mi memoria las mujeres hermosas que he besado y amado, los exquisitos platillos que disfruté en París, en la Tour d’Argent, el Maxim, o el hotel Ritz de Londres y tantos lugares de esa Europa mágica, con los naipes abiertos a una experiencia deleitosa en la cual uno nunca  pierde.

Lo miro a fondo ¿tendrá sesenta y cinco años? ¿Setenta… menos… más?

Con una mirada remota me confiesa que guarda un pequeño archivo secreto donde está asentado cada beso robado, cada mirada femenina que lo embrujó, cada cena romántica en aquella Europa mágica y poética entre las dos Guerras Mundiales. Y decía: pero no solamente eso. Allí, en el cuadernillo secreto, están asentados todos los buenos momentos que viví… Cuando me sorprendieron un día de mi cumpleaños con un “goulash” que me encantaba…, más lejos aún, cuando a mis cinco años me despertó el balanceo de un caballito de madera montado sobre resortes que me había fascinado días antes en una vitrina de juguetes… Las anotaciones de los pesares, las decepciones… siempre están ahí, disfrutan torturándonos… si las dejamos. No requieren de fichas escritas para revivir… Los fracasos parecen normales… como los errores, si no los dejamos atrás, si les permitimos que nos arropen en su maldad como si estuviesen presentes y actuantes. ¿Me dirán que el dolor perdura más que el placer?… Es una cuestión gravitacional. Pesa más y dura menos. Se digiere como algo normal. Y no lo es.

Todos hemos cometido errores de los cuales muchos nos hemos arrepentido.

A veces errores y pecados a consecuencia de compulsiones inexplicables.

Mi padre decía que “Como hay Dios, existe un diablo” y a ese último le agradecía que apelando a la fuerza de Cristo, a quien clamaba, las fuerzas del mal no predominaran.

Todos tenemos malos y buenos momentos.

¿Por qué aferrarnos a lo negativo y priorizarlo?

Me dicen que aquí preferimos recordar lo agradable, y no lo dañino para los demás y para nosotros mismos.   

Tal vez sea verdad para el suave funcionamiento de la política nacional.

¿Pero es justo?

 ¿Es cierto?

¿O se trata de una cómoda actitud. ¿Un refuerzo a los males que nos aquejan?

¿A las injusticias, tan difíciles de arrancarles potencia?

¿Es el olvido laxo provisto por un legendario bálsamo de Gilead que cura y sana –en este caso–  todos los abusos sufridos bajo diversos (y aparentemente opuestos) sistemas políticos? De toda curación o alivio es responsable un buen mandatario.

De todo. Un buen Presidente debe estar dispuesto a comerse monstruos en el desayuno.

La República, señoras y señores, clama por un Gargantúa de malignos.

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