La tiranía de Djokovic, Nadal y Federer, sostenida en el último lustro por el balcánico y el español, perdura hace dos décadas.
Madrid.
Cada año da la sensación de que todo puede cambiar. Que casi definitivamente el nuevo orden va a irrumpir en el circuito.
La nueva generación llega fuerte y ha echado a un lado a la camada precedente, también prometedora, que ya se disuelve y que pasa por el tiempo sin pena ni gloria o sin capacidad de dar un vuelco al tour, a cada temporada.
Al final, desde hace tiempo, es lo mismo. Sigue el de siempre. A la espera de Rafa Nadal, al que se aguarda con esperanza y con expectación, nadie es capaz de instalarse a la altura de Novak Djokovic, que cerrará el 2024 como número uno del mundo, que habrá alcanzado las 400 semanas en la cima del ranking.
Normalizada la situación, sin vetos por el covid y la temporada al ritmo de antaño, el serbio, ganador de veinticuatro grandes, más que nadie, sigue a lo suyo.
Intratable, inalcanzable a pesar de la buena pinta de los jóvenes que irrumpen aunque no lo suficiente como para cuestionar la autoridad del balcánico.
La retirada de Roger Federer y el arrinconamiento provisional de Nadal han dado vía libre a Djokovic que el domingo alzó su séptimo torneo de maestros.
Más que nadie. Más que el legendario jugador de Basilea, con el que mantenía un equilibrio en el número de premios en las Finales ATP.
La pelea por el título del torneo de Turín remarcó la distancia entre el poderío de dos generaciones. La representada por el jugador de Belgrado, de 36 años, ícono de la mejor época de la historia del tenis, de un dominio sin igual solo compartido con el helvético y el español en el reparto de éxitos y la que lidera el italiano Jannik Sinner junto a Carlos Alcaraz.
El transalpino y el español, y ocasionalmente también el danés Holger Rune, han relegado al rincón.