Cuando en este país se es autoridad de tránsito o se asume la tarea de hacer cumplir el toque de queda, las corazas o blindajes de la paciencia son más útiles que las pistolas y las macanas.
Lo usual es que los dominicanos sean condescendientes ante exigencias legales pero siempre se hace necesario evitar que la sangre llegue al río cada vez que algún parroquiano perteneciente a una minoría insistentemente belicosa trata de irse por la tangente para seguir de su cuenta.
«¡Usted no es más que un cabo y yo me crié en Gascue cuando Gascue era Gascue» diría algún presumido integrante de la cohorte de los insubordinados habituales tratando de conducir a cosas mayores el coloquio que acabase de surgir en un puesto de retén.
Otros más exagerados en la suposición de que su «grandeza» personal no tiene límites (y sí buenas insignias y amparos del poder y conexiones) pretenderán que todo uniformado de rango menor o infeliz ser desprovisto de influencia se arrodille ante su presencia para rogarle que deje ver sus documentos de identidad.
El pato macho de nuestros convencionalismos sociales acorrala con amenazas de destitución y diversas desconsideraciones a cualquier uniformado temeroso de quedar sin sueldos y sin los aumentos de enero.
La hiriente soberbia de los engreídos, que despojados de estatus pasados o presentes valdrían menos que una avecilla desplumada, figuran lamentablemente en el imaginario como proveniente del Olimpo de los invencibles locales y es usada para trapear pisos con aquellos que el profesor Juan Bosch definió una vez como hijos de Machepa.
No es que pretendan situarse por encima de la ley sino que desde la altura de su ego se suponen situados por encima del bien y del mal. Ni San Pedro en sus mejores tiempos después de negar a Jesús y recibir las llaves del Cielo.
Sería injusto suponer que la prepotencia es monopolio de gente que puede invocar apellido o esgrimir aprovechable cercanía a cúspides de poder, dinero en cantidad o categorías castrenses.
Hay juanes de los palotes capaces también de llegar a la insurrección, hasta con desprecio de su propia vida, si les llaman a capítulo en nombre del interés común y la convivencia social.
Rústicos en su decisión de irse a acostar cuando les dé la gana, beberse un ron y la botella, o trajinar en busca del peso sin importar la hora. ¡Al diablo con la pandemia! No se les puede hablar de contagios de una enfermedad que puede resultar mortal. Para ellos eso es siempre algo remoto o reducible a simple gripe gracias a infusiones que se logran en fogones.
Individuos de pelo en pecho y sin reversa que cuando dicen «por aquí voy» es porque la nublazón de su ira contra el intento de sancionarlos los hace ver insignificantemente pequeños a los policías , armados de revólveres y pistolas que solo recuperarían la letalidad cuando ellos vuelvan a la calma. Orgullosos de sus triunfantes pataleos.
Así como circula por ahí gente que se presume de suficiente importancia para gozar de impunidad por los roles alcanzados en el contexto nacional, no pocos individuos de bajos ingreso y carencias jerárquicas creen en sus puños, garrotes y machetes y en su capacidad de alborotarse si rozan sus orgullosas pieles de padres de familia y derechos inalienables.
Se disputan la propiedad de las vías públicas con quienes, al otro extremo de la escala social, también se consideran dueños del mundo hasta que aparece alguien dispuesto a enfrentarlos.