POR MIGUEL D. MENA
En 1494 Sebastián Brandt embarcó a ciento once payasos o dementes eso no se sabe- en su mítico Barco de los locos, y los condujo por un largo camino a la tierra de Narragonia. El hecho aconteció en Basilea y desde entonces las embarcaciones no han dejado de zarpar. El Bosco, Durero, Bach, Satie, Klee, León Felipe, Coltrane, han sido un puñado de artistas que han insistido con acompañar con sus colores y tonos esta ansia por no tocar siempre lo evidente, lo consabido.
El mundo es agua, tierra, aire.
El mundo cabe en una barca.
Y se traga el mundo de un bostezo, decía el antihéroe de Baudelaire.
Estamos viajando.
El cielo se nos viene encima, el agua está por todas partes, pero seguimos tensando esa ancla que no tendrá que caer, este pan en la mesa que ampara una conversación, el café que se sigue degustando, los perros que seguirán con algo importantísimo a la vuelta de la esquina.
Todo es un ir y venir de barcos en estos pedazos de tierras caribeñas. Siempre me estoy imaginando el horizonte que verán los yoleros que salen de Miches en dirección a Mayagüez.
Me figuro también cualquier orilla del lago Enriquillo y la orilla de la Isla Cabritos. Veo los ojos de los caimanes y veo el inicio de los tiempos justo en el instante en que las iguanas hacen alguna pausa de su siesta milenaria.
Todo esa agua en esta isla media isla dominicana.
Del otro lado, en Haití, pasa lo mismo. Hay que recorrer la costa por Jacmel, imaginarse la llegada de Simón Bolívar buscando auxilio para su causa libertadora y estar saliendo con su pequeña armada, rumbo a las futuras repúblicas bolivarianas. Somos islas dentro de muchísimas islas, pero no siempre nos hemos dado cuenta.
En nuestro arte, el agua son las gotas de alguna lluvia National Geographic, el aderezo con el que queremos sabernos avantgarde y otras antiguallas.
No hay lluvia en nuestra fotografía. Hubo algún en un cuadro de los años 40, en Darío Suro, pero nada más.
No hay mar estridente o mar invitándonos a compartir sus misterios en la literatura, y ni decir, en el cine. El mar es una superficie para deslizarnos, pero no una pared que al mismo tiempo contiene nuestra savia más íntima
Somos el país del no-hay, de la trayectoria que se realiza porque hay una fuerza ciega, empujándonos, pero no por la decisión de buscar, de buscarse.
Los años 80 prometieron la búsqueda y el encuentro de algún proyecto postmoderno dominicano particular, pero la constancia que tenemos a principio de siglo es que no estamos yendo más allá de Yoryi Morel y de llamen la patrulla que me quiero entregar, que he matado a mi geva, que soy un criminal, en voz del inmenso Joseíto Mateo y con barroquísimo lenguaraje del maestro Osvaldo Cepeda y Cepeda, orfebre de los ornamentos con los que graciosamente se engalanan las niñas que entran al redil de los 15 años porque qué más se puede esperar de la dureza por los años por venir, pero perdonen, perdón, que esto parece algún poner en el diván de Freud al paciente ñoño que es el buen dominicano y que con seguridad, en caso de haber arribado a esta línea del presente artículo, se estará preguntando qué diantre es lo que quiere expresar el autor.
Hablo de una noción de viaje en la que todos estamos implicados pero de las que muy pocos están conscientes. El agua ha sido reducida a su más mínima expresión, las gotas. En nuestras expresiones artísticas no hay lluvias ni mares ni territorios fluidos, sólo rostros procreando otros rostros y a veces manos.
Hablo de una condición hormigueante del dominicano, de un estar a la deriva pero suponiéndose lo contrario, en el centro de algún destino, un guión por desarrollar.
Hablo de la no superación de la fase del espejo, de aquél momento en que el niño no sabe que quién está enfrente es el mismo y entonces tiende a pensar que será un otro para él mismo.
Finalmente recuerdo a Brant y a sus ciento once locos, saliendo de Basilea, acompañados posteriormente por el Bosco y su carro de heno, por Durero y su melancolía, por Bach y las Variaciones Goldberg de las que algún día hablaré, de Eric Satie y su Música de Amublamiento, del ángel de Paul Klee, que inspiró a Walter Benjamín y su concepto de la historia, de León Felipe y el caballero de la triste figura, de John Coltrane, que cumplió ochenta años de nacido aunque se muriera al bordear los cuarenta.
Sí, hablo del barco de los locos.
Ahora, hable usted, estimado lector.