Si comparamos el caos del tránsito con una peligrosa selva en la que se impone la ley del más fuerte, pero sobre todo del más imprudente, agresivo y violento, nos quedaríamos necesariamente cortos, pues se trata de algo peor. Y la culpa es únicamente nuestra, de nadie más, aunque muchos prefieran culpar a los otros, como por ejemplo a los sindicatos del transporte, a los agentes de la Digesett que suplantan los semáforos o al gobierno, siempre culpable de algo por acción u omisión.
Pareciera que al colocarnos detrás de un volante renunciáramos a la buena educación, a la cortesía, a la tolerancia y otras tantas virtudes que hacen más llevadera y armoniosa la vida en sociedad, pues resulta evidente que la ley no es suficiente ni tampoco las señales de tránsito, que fingimos ignorar con una voluntad y determinación que muy bien podrían ser útiles para cambiar y encarrilar tantas cosas que andan mal en este país, y que solo podrían ser diferentes si así lo exigen, lo reclaman y lo imponen los ciudadanos.
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Ya no tiene sentido culpar del caos y el desorden del tránsito a los motoristas, a los que las autoridades han renunciado, en un gesto de vergonzosa indolencia, a exigirles que respeten la ley, ni tampoco a los pataneros, a los que no se ha podido impedir que de vez en cuando conviertan sus vehículos en armas de destrucción masiva.
Y es que casi todos estamos en lo mismo, por lo que ya es normal ver a una yipeta de lujo encaramarse a la acera para adelantar a todo el mundo, o a una doña emperifollada y bien montada meterse en vía contraria a sabiendas de que está haciendo algo incorrecto y contrario a la ley. ¿Qué más da si aquí nadie respeta nada?, podría argumentar la susodicha para quedarse con la conciencia tranquila. Cuando todos pensemos de esa manera, para lo que no parece faltar mucho, será el caos total. Entonces podremos decir, aunque eso no sirva de consuelo, que en algo logramos –¡por fin!– ponernos de acuerdo: en la forma de jodernos.