El constitucionalismo autoritario-populista como enfermedad autoinmune de las democracias

El constitucionalismo autoritario-populista como enfermedad autoinmune de las democracias

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El mayor reto de las democracias realmente existentes es la defensa de la democracia constitucional, entendida como democracia electoral, Estado de derecho, Estado social y Estado regulador. Las democracias, para sobrevivir, tienen que ser todas, para usar el célebre concepto de Karl Loewenstein, “democracias combatientes”, “capaces de defenderse a sí mismas”, a través de los tradicionales controles democráticos y judiciales, pero también mediante órganos extra poder y organismos reguladores (cortes constitucionales, defensores del pueblo, autoridades y jueces electorales, contralorías y administraciones independientes).

Precisamente, las amenazas más fuertes a las democracias vienen no solo del desmonte de los tradicionales canales democráticos sino también de atacar el sistema inmunológico constitucional, desbaratando a ese sano conjunto de poderes públicos, órganos extra poder, reguladores y de control, convirtiéndolos en apéndices dependientes de los poderes políticos (legislativo y ejecutivo), para que así aquellos, en lugar de defender las instituciones de la democracia constitucional, las destruyan.

De ahí que puede decirse que el gran logro del autoritarismo actual, que se sostiene en un derecho constitucional “autoritario-populista” (José Ignacio Hernández), es entonces haberse convertido en una -acuño aquí un termino inspirado en el enfoque inmunológico-constitucional de Patricia García Majado– “enfermedad autoinmune del sistema constitucional”.

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Ya lo vimos en la Venezuela chavomadurista: el régimen comenzó haciendo elecciones más o menos competitivas y terminó, cuando ya el populismo chavista se volvió impopular, dejando de celebrar elecciones transparentes, inhabilitando candidatos y desmontando pieza por pieza, por la vía de los inconstitucionales ukases de la Sala Constitucional, toda la armazón político-jurídica de la democracia constitucional consagrada por la Constitución de 1991, tal como explica Allan R. Brewer Carías en su magnífica obra El juez constitucional y la aniquilación del Estado democrático.

Pasó también en El Salvador con la Sala de lo Constitucional que permitió contra constitutionem que el presidente Bukele optara por la reelección. Y ya vemos que, amparados en las falsas bondades de la “eficracia” bukelista, muchos defienden no solo elecciones con alta abstención y poca transparencia como las recientes, sino también el “partido único” y la eternización del estado de excepción. Pronto defenderán también la inhabilitación y encarcelamiento de opositores y la limitación de las libertades de todos, no solo de sindicalistas y supuestos delincuentes.

Termino con México, nación a la que le costó tanto dejar atrás la “dictadura perfecta” de más de medio siglo, para convertirse en una vibrante y competitiva democracia electoral multipartidaria, con un Poder Judicial independiente y garantista y una pléyade de órganos extra poder como contrapeso.

Esta se ve ahora amenazada por López Obrador, quien intenta: (1) en una especie de contrarreforma judicial a la Netanyahu, controlar políticamente a esa molestosa judicatura -que le anula sus inconstitucionales decretos y leyes- mediante el trasplante/injerto del fracasado modelo de Bolivia de elección popular de los jueces -criticado incluso por la American Bar Association allí en el museo de antigüedades políticas de las galápagos constitucionales de 38 estados de EE.UU., que lo utilizan para elegir jueces estatales, pero nunca federales, por la evidente politización que produce y el “corrosivo efecto del dinero en las campañas electorales judiciales”- y (2) fulminar órganos autónomos y reguladores como las agencias reguladoras en materia de transparencia, acceso a la información y protección de datos personales, competencia y energía.