En los Estados constitucionales contemporáneos los jueces gozan de la potestad de inaplicar -mediante el control difuso en manos de todos los magistrados del Poder Judicial- o declarar -vía el control concentrado ejercido por el Tribunal o Corte Constitucional– inconstitucionales las normas y los actos que vulneran tanto las reglas contenidas en la Constitución como los principios que ella consagra.
Dado que gran parte de las normas constitucionales constituyen principios, caracterizados por su “textura abierta” (H. L. Hart), su indeterminación -que no indeterminabilidad-, vaguedad o ambigüedad, gran parte de las controversias constitucionales se suscitan en torno a la interpretación de los principios constitucionales, los cuales, no solo no son susceptibles de ser aplicados mediante el tradicional silogismo judicial -pese a acreditadas posiciones contrarias de juristas de la talla de Juan García Amado-, sino que frecuentemente colisionan con otros principios o derechos fundamentales (por ejemplo, libertad de expresión vs. derecho al honor), lo que obliga, en obligatorio cumplimiento en el caso dominicano del artículo 74.4 de la Constitución, a armonizar, concordar prácticamente o ponderar estos principios.
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La jurisprudencia comparada y nacional ha afinado el test de la ponderación -y de su hermano de padre y madre, que no más que la razonabilidad o proporcionalidad en virtud de la cual se ponderan no principios sino derechos y sus límites legalmente establecidos (y tras los que subyacen principios)-, sobre la base de la doctrina de Robert Alexy y compartes, de modo tal que, allí donde no es posible aplicar el “test del vómito” ante manifiestas inconstitucionalidades, en esa zona gris, de matices constitucionales, donde no necesariamente hay una “única solución correcta” y donde no aparecen reglas aplicables sobre la lógica binaria del todo o nada, blanco o negro, 0 o 1, se encuentre una solución constitucional razonable a la disputa.
Lamentablemente, el problema, lo que he bautizado como el “control confuso de constitucionalidad”, surge cuando los jueces deciden, no tanto ponderar principios, sino más bien evaluar la razonabilidad de los derechos mismos y no de sus límites -por ejemplo, cuando determinan si es razonable el derecho al plazo legalmente establecido para la duración de los procesos- o cuando, frente a reglas constitucionales, se decide aplicar un test de ponderación.
Dos ejemplos bien groseros ayudan a entender lo que decimos: si la Constitución prohíbe la tortura, se trata evidentemente de una regla, que se aplica binariamente, no de un principio susceptible de ponderación. No es, por tanto, constitucionalmente admisible ponderar si el “water boarding” es tortura o si es válido torturar a una persona detenida para desactivar una bomba y así poder salvar la vida de cientos de inocentes. La tortura, en cualquiera de sus formas, está sencillamente prohibida.
Lo mismo ocurre con la duración de los procesos penales. Si la ley establece que, por ejemplo, la duración máxima es 4 años, no hay que analizar la conducta procesal del imputado, la complejidad del proceso, etc. (criterios plausibles en los países en donde el legislador no estableció una duración máxima taxativa)-, porque el legislador fijó expresamente una duración máxima de los procesos.
En fin, el control confuso de constitucionalidad radica no tanto en aplicar la ponderación, que reduce la discrecionalidad y subjetividad del juzgador, sino en ponderar reglas imponderables o efectuar una mala ponderación.