El corazón de Juan: Un cuento de Navidad

El corazón de Juan: Un cuento de Navidad

Por Jeannette Miller

Juan era un muchacho grande y gordo. Solo tenía doce años, aunque parecía más viejo. De piel amarillenta, los dientes resultaban muy pequeños para aquella cara en forma de pera -estrecha arriba y ancha abajo- completada por una boquita fina como un hilo que no paraba de sonreír, lo que le daba un aire simpático y hasta cómico.

Tenía las cejas un poco juntas y esto lo hacía parecer inteligente, como si siempre estuviera preguntándose el porqué de las cosas. Y yo creo que sí, que era muy inteligente, porque todo el tiempo estaba atento al calor -que era más fuerte cada año- y Juan decía que esto pasaba porque muchas personas no cuidaban los árboles, sino que los cortaban y llenaban los ríos de basura, ensuciando el agua que bebíamos, y todo esto hacía que la Naturaleza se secara y hubiera menos agua, menos brisa fresca, más enfermedades, más terremotos, más ciclones, y también más gente rabiosa que se despertaba odiando a todo el mundo y solo pensaba en atracar y robar.

Juan había nacido en Buena Vista, un pueblito de Jarabacoa lleno de flores y de árboles, desde donde siempre se veían las montañas y se oía el rumor de los ríos. Allí vivió hasta los diez años, pero su padre murió y al año lo siguió la madre producto de una tuberculosis que vinieron a descubrir cuando ya era tarde. En el entierro, Juan y sus dos hermanos se agarraron las manos y se miraron como preguntándose
“Ahora, ¿qué nos va a pasar?”, pero Dios decidió por ellos.

A José, el mayor, se lo llevaron los curas salesianos a trabajar en el instituto de agricultura. A Joaquín, el segundo, lo contrataron para limpiar en una casa del pueblo y lo dejaban ir a clases por la tarde. A Juan, como era el más pequeño, se lo llevó su tía Carmita a la Capital, una hermana de su madre que era viuda, nunca había tenido hijos y se mantenía lavando ropa y cosiendo. Pero ahora estaba pensando en mudarse, porque donde vivía, desde que se ponía oscuro, comenzaban a tirar con revólveres, con piedras, con lo que fuera, y había que apagar las luces o las velas para que no se te pegara una bala o un peñón, y tirar la colchoneta al piso respirando sin hacer ruido, hasta que te dormías lleno de miedo a esperar que volviera a salir el sol.

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Cuando Juan llegó a la Capital, lo primero que no le gustó fueron los montones de basura en medio de la calle, y el olor a orines y a podredumbre que lo obligaba a taparse la boca; pero sobre todo, el escándalo de los colmadones con bachatas y dembows que voceaban letras llenas de indecencias, y la gente bebiendo alcohol y jugando dominó antes del mediodía, como si en la Capital no se trabajara.

Para poder entrar en el callejón que llevaba a la pieza de su tía, Juan tuvo que ponerse de lado porque era muy estrecho. La pieza tenía dos cuartos: uno con la cama y otro con una estufita de gas y un sillón grande que se estaba cayendo, donde su tía le dijo que él iba dormir. Pero como era tan bueno y tenía un corazón tan grande, Juan le dio gracias a Dios porque iba a tener un lugar donde vivir. También lo hizo sentir feliz ver que su tía tenía la casita tan limpia que brillaba, con un agradable olor a trementina que le permitió respirar a sus anchas mientras ella le explicaba que la trementina, además de desinfectar, servía para espantar los mosquitos.

-Mira, Juan, la Capital es muy distinta al campo, lo primero es no juntarte con gente que no conozcas, porque puede resultar un delincuente y hasta utilizarte para cualquier fechoría sin que te des cuenta; lo segundo es que hay que seguir las reglas de higiene si no te quieres enfermar: el agua siempre tapada y untado el borde de cloro, porque cría mosquitos y los mosquitos trasmiten el dengue. La basura recogida en fundas amarradas para que no atraiga ratones, ni perros, ni gatos que la desparramen y se convierta en foco de infección. El agua que se bebe hay que hervirla o comprarla embotellada, y nosotros no tenemos para comprarla; y sobre todo, siempre lavarte bien las manos después de hacer tus necesidades, cuando llegas de la calle y antes de comer, porque puedes contraer el cólera. ¡Ah! y lavar las latas que se compran en el colmado porque pueden tener orines secos de ratón y eso causa leptopirosis, una enfermedad de la que casi nadie se salva.

Mientras escuchaba a su tía, Juan abría los ojos haciendo un gran esfuerzo para no olvidar los nombres de tantas enfermedades. Desde ese mismo momento puso en práctica todos los consejos que Carmita le dio y ese fue otro de los motivos por el que la tía le tomó más cariño.

Ya Juan tenía dos años en el barrio y todo el mundo lo conocía por su cuerpo enorme y su permanente sonrisa; pero principalmente, por su gran corazón. En el Liceo había ganado fama de estudioso y correcto. Nunca decía una mala palabra ni hacía bonches con los grupos que hablaban de fumar o de vender drogas, y aunque a veces se burlaban de él, no dejaba de saludarlos y en una ocasión hasta le repasó las matemáticas a un loquito de una de las bandas que se llamaba Julito, para que no le quemaran la materia.

Sí, Juan era bueno y sano de sentimientos. Muchos decían que era tan alto y tan gordo porque tenía un corazón más grande que las otras personas y no hubiera cabido en otro cuerpo. Otros afirmaban que ese corazón inmenso era lo que lo hacía ser tan bueno.

Pero Juan respondía que no, que no era porque él tuviera un corazón grande, sino porque en su corazón estaba Jesús, y no solo en el de él, sino en el de todo el mundo. Que solo teníamos que darnos cuenta de que Dios vivía dentro de nosotros, y que en cualquier momento podíamos decirle nuestros problemas, pues Él siempre estaba dispuesto a ayudarnos y a perdonarnos, no importa lo que hubiéramos hecho.

Cuando oía a Juan decir esas cosas, Julito se ponía a llorar, y un día que Juan le preguntó por qué lloraba, dijo que se sentía muy avergonzado, pues él nunca había querido meterse en eso de robar, fumar y vender droga; pero que su hermano lo había obligado y le decía que después que se entraba en la banda, no se podía salir. A Juan le dio mucha pena oír eso y mientras caminaba a su casa se propuso sacar a Julito de ese tigueraje.

Hacía tres meses que los habitantes del barrio habían conseguido que se abriera una parroquia en ese lugar. Dio mucho trabajo pues los sacerdotes no alcanzaban, así que necesitaban que todo el barrio se incorporara, y el primero que se metió a ayudar en todo fue Juan.

Siendo niño había ido a la iglesia del pueblo y los ojos se le encandilaron con los cientos de velas prendidas y la multitud de voces cantando pregones. Tampoco olvidó el olor a azucenas ni el azul del manto de la Virgen, cuando los labriegos la entraron en procesión vestidos de blanco, con las manos duras y llenas de surcos, tratando de que la imagen no tambaleara.

En la nueva parroquia del barrio esos recuerdos tomaron forma. En las clases de catecismo el sacerdote explicaba que todo lo que María pedía a Jesús, Él se lo concedía porque ella era su madre. También dijo que “Si amas a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo, has cumplido los 10 mandamientos”. Y cuando le preguntaron qué era amar al prójimo como a ti mismo, contestó: “Hacer lo que hizo Jesús, dar la vida por sus hermanos”, lo que dejó a Juan muy pensativo.

Juan decía que quería ser profesor de Ciencias Naturales para enseñar el valor de las plantas y de la vida silvestre, porque si no cuidábamos la Naturaleza, comenzando por el insecto más pequeño hasta el río más grande, íbamos a acabar con ella, y en consecuencia, con la vida de los seres humanos.
Puso el ejemplo con un jardín de trinitarias que sembró en latas y colgó en la ventana de su vivienda, explicando que además de ser bellas y fáciles de conservar, actuaban como guardianas por lo duras de sus espinas.

Como se acercaba Navidad, en la iglesia se habían multiplicado los trabajos para preparar la gran fiesta del Nacimiento del Niño Jesús. El párroco formó una Comisión de Festejos que incluía: una novena a primera hora de la mañana; la formación de un coro para cantar en la misa del 24 de diciembre; una cena en la que todos llevarían lo que pudieran para compartirlo con los demás; y la decoración del altar con un Nacimiento esperando las doce de la noche para colocar al Niño en el pesebre vacío.

Nunca se vio a ese barrio más entusiasmado. Los bebedores mañaneros dejaron de hacerlo para guardar algunos pesos y poder llevar algo a la cena; el director del Liceo le dio permiso al profesor de música para que ensayara con los muchachos y las muchachas del coro; los catequistas y sus alumnos salieron a invitar a todo el mundo casa por casa: a los dueños de pulperías y colmados, a los marchantes que salían en sus triciclos de madrugada, a los canillitas que vendían periódicos, a los limpiabotas, a los que pedían limosna y limpiaban vidrios en las esquinas, a los haitianos de los puestos de frutas, a los vendedores ambulantes, a los sastres, a las costureras, a los plataneros y hasta a los tígueres que se la pasaban en las esquinas. Y a todos se les iluminaba la cara cuando Juan o Julito, Mireya o Lucía se acercaban para invitarlos.

Y Julito paró de llorar, y dejó de juntarse con la banda de tígueres para ir al catecismo, y comenzó a mejorar las notas en el Liceo, y decía que quería ser ingeniero de sistemas porque lo de él eran las computadoras. Entonces su hermano le dio una golpiza que tuvieron que llevarlo al hospital donde estuvo tres días casi muerto. Cuando Juan lo fue a ver le dijo que ya él no iba a volver a vender drogas ni a robar. Que mejor que su hermano lo matara, pero que él no iba a volver a esa vida de cosas mal hechas que le producían una pena muy grande y una culpa que no lo dejaba vivir. Juan le dijo que no se preocupara, que él iba a hablar con el párroco a ver si le conseguía una beca en el interior, y que mientras tanto no saliera solo, que él lo iría a buscar para ir al Liceo y a la parroquia. Y así lo hizo, se levantaba un poco más temprano y buscaba a Julito, quien caminaba con los libros tapándose la cara y pegado a la pared para que no lo vieran.

La tía de Juan le pidió que no lo hiciera, que el hermano de Julito ya había matado a varios y que no le iba a temblar el pulso por quitar del medio a uno más, y menos si afectaba su negocio. Pero Juan le dijo que él no estaba haciendo nada malo, sino ayudando a Julito que era bueno y no quería caer en ese mundo de crimen y de violencia.

Era 23 de diciembre, el último día de la novena, Julito le pidió a Juan que lo pasara a buscar porque quería ir a la misa de madrugada a agradecer a Dios y a la Virgen todo lo que habían hecho por él. Se sentía feliz, transformado, con ganas de superarse y ayudar a los demás, y dijo que así quería vivir el resto de su vida.

A las seis menos diez, todavía con las estrellas en el cielo, Juan dio dos toques en la casa de Julito. No pasó un minuto cuando su amigo apareció con un suéter más grande que él y los ojos cerrándose del sueño. Caminaron hacia la iglesia, pero casi al llegar sintieron los frenos de un carro que paró cortándoles el paso. Como un animal salvaje el hermano de Julito saltó del vehículo con una pistola en la mano y cuando iba a tirar, ya Juan lo había cubierto con su cuerpo enorme y un rostro que no dejaba de sonreír.

Quítate gordo, que la cosa no es contigo. Yo no voy permitir que mi hermano me deje, porque nadie me va a respetar- Juan no se movió y el hombre le pegó la pistola justo en el corazón, mientras gritaba – ¿Todavía no te vas a quitar? Luego, nadie supo lo que pasó. Cuenta Julito que Juan con una voz tranquila le dijo -¿Y por qué mejor tú no vienes con él ?- Y en ese mismo instante el hermano de Julito tiró la pistola como si el arma lo quemara, y en el pecho de Juan se vio una luz pequeña pero intensa, que lo iluminaba todo.

El día de Nochebuena, después de las luces y los cantos, de los cohetes y los aguinaldos, al dar la bendición justo a las doce de la noche, el sacerdote dijo: – Acaba de nacer el Niño Dios, tráiganlo al pesebre y adorémoslo llenos de alegría y esperanza-. Entonces, desde el fondo del templo, por el pasillo central se vio avanzar la figura grande y gorda de Juan sosteniendo al Niño Jesús con las manos en alto, y quienes lo vieron de cerca se preguntaban cómo habían podido colocar esa luz para que iluminara tanto, justo donde estaba el corazón de Juan.

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