Por: Ernesto Lozano
Cuando era niño, mi papá me llevaba al cine a ver a James Bond. En ese entonces Roger Moore protagonizaba la serie, y los filmes eran más comedias que cintas de espionaje. Fue algo que ambos compartimos siempre.
En octubre de 2021 llegó a las pantallas “No time to die”, la última película del actor Daniel Craig encarnando a Bond.
Craig interpretaba un espía contradictorio, frío y sensible, fuerte y frágil, arrogante e inseguro. Un héroe imperfecto que ejecutaba con maestría su trabajo, pero que era incapaz de manejar sus emociones y sentimientos.
Al final, el protagonista muere. En la última escena, su mujer y su hija se alejan en su Astor Martin mientras se escucha a Louis Armstrong cantando “We have all the time in the world”.
En octubre de 2021, mi padre fue diagnosticado con un cáncer de próstata con metástasis en los huesos y en el hígado. Ante tan dramático escenario, emergieron en mí diversos sentimientos: rabia contra él por no haber cumplido con sus chequeos médicos; tristeza, por lo difícil que le tocaría, e impotencia, por lo injusto de la situación. Sus hijos pondríamos nuestro mundo de cabeza para atenderlo.
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Los padres deben estar conscientes de que, también, parte de su responsabilidad para con su descendencia es cuidarse. Entender que no hay mérito en ser testarudo sin una razón. Que no se rebelen contra quienes les piden que asistan a los doctores porque estarían sublevándose contra su bienestar, contra la naturaleza. Con los años, los cuerpos se desgastan y es preciso visitar más los centros de salud. Esto no es símbolo de debilidad, es de inteligencia.
El país conoció al periodista de muchas décadas de carrera. Al escritor que analizaba el acontecer político nacional. Crítico, irónico, con admiradores y detractores, pero de lectura imprescindible para muchos. Yo conviví con el humano, el de luces y sombras.
Nunca lo entendí del todo. Tenía la sensibilidad para escribir poesía, pero el camino a su corazón era infranqueable, indescifrable. Era eso, coraza y corazón.
Representaba la charla entretenida. Como Bond, sabía de todo. Vivía, a través de la lectura, y aún a su edad, diariamente devoraba los periódicos locales, algunos internacionales y un par de libros a la semana. Su órgano más fuerte, su mente, siempre estuvo lúcida. Su cerebro estaba listo para 100 años más.
Su risa era ruidosa y contagiosa. Sus ojos, saltones, expresivos, lo exploraban todo. Su frente, se llenaba de sudor fácilmente. Alguna vez, en su convalecencia me tocó acicalarlo. Con un abejón eléctrico recorrí su cabeza y mientras el aparato engullía el pelo encanecido, me percataba de cómo su existencia, que también era mía, se me escapaba de las manos.
Durante su enfermedad, rodeaba mi espalda con sus brazos para poder levantarlo. Mientras lo cuidaba su mirada me decía muchas cosas. En sus momentos de tranquilidad, hablábamos de música, cine, historia y libros, como siempre. Debía atenderlo, era mi deber. Las responsabilidades son de doble vía y aún en el ocaso de su vida, podía haber reivindicación para un padre ante los ojos de sus hijos. Después de su diagnóstico, batalló con la enfermedad. Sin embargo, era una lucha dispareja y al final, el villano venció.
Su fe en Dios era privada y silente. Bienaventurado el que se va en nombre del Señor, en sus brazos tendrá paz y cobijo. Le sobreviven libros, música, películas, poemas, artículos, las Águilas Cibaeñas, Mao y Serrat. Quedan sus hijos, hermanos, familia y amigos. Perdurarán los recuerdos, las conversaciones, el buen vino y la paella. En “No time to die” presencié la mortalidad de James Bond. A través de la enfermedad de mi padre descubrí su fragilidad y me reencontré con mi humanidad.
Sentado en mi balcón, pienso en él, pierdo mi vista en el cielo y siento las lágrimas recorrer mis mejillas mientras escucho “…We have all the time in the world. Time enough for life to unfold all the precious things love has in store. We have all the love in the world. If that’s all we have, you will find we need nothing more…”.
Bond ha muerto, mi padre Orlando también.