En aquel tiempo, para la formación católica bastaba el catecismo. Con sus imágenes del infierno y del paraíso, sus ángeles rubicundos y aquellos halos inspiradores encima de la cabeza de vírgenes y santos.
El contacto con la Biblia estaba reservado para los doctos. Los pasajes permitidos eran conocidos a través de los evangelios que leía y comentaba el sacerdote en el sermón dominical. Algo parecido ocurría en el país, con el conocimiento de la Constitución. Bastaba la referencia histórica, para aprender su importancia.
Durante la tiranía, el texto sirvió para los delirios legalistas del jefe. Solo algunos especialistas auscultaban el constitucionalismo criollo. Comenzaban con el texto fundacional- 1844-, luego la mención de la Constitución de Moca, hasta llegar al paradigmático compendio de 1963.
La violación a la Constitución produjo la guerra con sus nefastas consecuencias. El advenimiento de Balaguer trajo consigo la Constitución del 1966. La época obligó a convertir la Carta Magna en un pedazo de papel. A partir de los avatares del 1994, comenzó la forja de una generación de especialistas en derecho constitucional que ha permitido asignar la contundencia debida a la ley sustantiva y resaltar su relación con los procesos políticos.
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Sin embargo, la ficción atrapa los discursos y apetencias. La discusión y acercamiento al contenido de la Constitución pertenece a la minoría, aunque la retórica alude una validación popular inexistente. Es la escisión entre fantasía y realidad.
Vale recordar uno de los párrafos de la carta del presidente Bosch a Monseñor Reilly, mientras se debatía la constitución del 1963 “… un hombre solo no puede construir y mantener un régimen democrático…”
Si como afirma José A. Moreno en “El Pueblo en Armas”, la mayoría comprometida con el restablecimiento de la Constitución de 1963, desconocía su contenido, imaginen por un instante la situación ahora. Y lo ocurrido el pasado lunes, sirve como advertencia. Columnistas, políticos, opinantes, repetían la importancia del día. Mencionaban aniversario, conmemoración, desafío. Ni la bulla cómplice percibió el error.
Modificar creencias, tradiciones asentadas en el imaginario, requiere trabajo y tiempo. Empero que, en el vórtice de una anhelada reforma constitucional, repitan que el 16 de mayo fue el aniversario de la celebración de las elecciones, espanta.
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El suceso ratifica el desconocimiento del texto que se pretende reformar. Confirma el desinterés, la persistente ausencia de rigor en el foro, el poder del populismo. Es la misma actitud que se manifiesta cuando enarbolan, como consigna, la independencia del Ministerio Público. Ignoran la autonomía establecida en el artículo 170 de la Constitución.
Grave el yerro en momentos de obsesión reformadora, cuando los asambleístas admiten aprobar proyectos sin lectura previa. Duermen mientras se discute la institucionalidad y acatan todo lo que llega de Palacio.
El artículo 209 de la Carta Magna establece que el tercer domingo de febrero es el día para la celebración de las elecciones municipales y el tercer domingo de mayo para elegir al presidente y los representantes del poder legislativo. Reformar textos apenas conocidos, además de una farsa es irresponsable. Asimismo, el propósito recuerda el gatopardo de Lampedusa.