El salmista le pide a Dios, “preserva a tu siervo de la arrogancia, para que no me domine y quedaré libre e inocente del gran pecado” (Salmo 18, 14). El gran pecado es creer que nuestros intereses, juicios y opiniones son los de Dios.
Cuando la arrogancia nos domina, empezamos a creernos el centro y no dudamos en pensar que tenemos la exclusiva sobre Dios y su proyecto.
Cuando Josué, el ayudante de Moisés vio que otros, que no estaban en la tienda del encuentro también profetizaban, se lo quiso prohibir. Moisés lo puso en su sitio: ¡Ojalá todo el pueblo del Señor fuera profeta y recibiera el espíritu del Señor!
Cuando Juan y otros discípulos de Jesús encontraron a un hombre que echaba demonios en nombre de Jesús, quisieron impedírselo, porque no pertenecía a su grupo. Jesús los conminó así: “no se lo impidan, uno que hace milagros en mi nombre no puede luego hablar mal de mí. El que no esté contra nosotros, está a favor de nosotros” (Marcos 9, 38 – 48).
Fabricamos cercas, levantamos barreras para dejar afuera a los que no piensan como nosotros, o no son de nuestro partido, iglesia, raza, sexo o nación. El Espíritu Santo se ríe de nuestras cercas y se manifiesta en hombres y mujeres de otras religiones o ninguna.
En 1989, cuando una columna de tanques avanzaba hacia la plaza de Tiananmen para masacrar a los universitarios chinos, un joven se plantó delante de los tanques y los detuvo (Digite: Tiananmen). Llegó a encaramarse en el primero para gritarles a los tanquistas.
¿Qué religión tendría ese muchacho? Sin duda “no era de la nuestra”. Sin embargo, en su gesto, la humanidad entera ha descubierto la veta humana más noble y los creyentes, palpamos en él la fuerza del Espíritu.