Las palabras de Bertrand Russell sobre la tragedia palestina son inmejorables y resumen la esencia del problema histórico: “La tragedia del pueblo de Palestina es que su país fue entregado por una potencia extranjera a otro pueblo para la creación de un nuevo Estado”. Pero hay otra frase suya que denuncia la narrativa del opresor sionista que se hace pintar como víctima para legitimar su iniquidad: “Invocar los horrores del pasado para justificar los presentes es una gran hipocresía”.
Llevo años siguiendo de cerca el llamado “conflicto palestino-israelí”, un eufemismo que encubre la realidad brutal de una ocupación militar no solo larga y oprobiosa, sino también ilegal y criminal. Leo cada día en versión digital el diario liberal israelí “Haaretz”, en donde escriben las voces más críticas, independientes y preclaras de Israel. No voy a citar ahora a intelectuales judíos como Chomsky, Finkelstein, Ilan Pappé o Miko Peled. Para conocer la verdad de lo que está pasando basta con leer a un periodista israelí: Gideon Levy. Lo tengo por la voz disidente más lúcida que hoy pueda haber en Israel.
Levy deconstruye la psiquis retorcida de la sociedad israelí que descansa sobre tres principios fundamentales: uno, la creencia en la supremacía como “pueblo elegido de Dios”; dos, la victimización permanente y exclusiva; tres, la deshumanización sistemática de los palestinos. Cada uno de estos tres principios tiene su corolario: el derecho a todo, a poder hacer lo que quiera, impunemente, pues todo le está permitido (“después del Holocausto, los judíos tienen derecho a hacer lo que quieran”, decía Golda Meir); el monopolio de la verdad como víctima única del mundo, y el sometimiento de aquellos a los que no se les puede tratar como iguales porque no son seres humanos: los palestinos. La ideología que soporta toda esta cosmovisión deformada es una ideología supremacista y racista: el sionismo. Una psicopatía del poder.
Que nadie se llame a engaño. Lo que presenciamos hoy con una mezcla de estupor e impotencia es el exterminio en marcha de todo un pueblo, uno de los capítulos más infames de nuestro tiempo. Un exterminio llevado a cabo en directo, con total impunidad, con el silencio hipócrita de Occidente y el apoyo incondicional y la complicidad de los Estados Unidos de América, que le suministra a Israel las armas y las municiones para que siga bombardeando y masacrando a civiles indefensos, y practicando el castigo colectivo y la limpieza étnica, la carnicería. Por eso, los crímenes israelíes son también crímenes estadounidenses. Netanhayu y Biden tienen por igual las manos manchadas de sangre palestina. Ambos son criminales de guerra.
Noam Chomsky lo ha dicho con meridiana claridad: “Parte de la tragedia de los palestinos es que esencialmente no tienen apoyo internacional. No tienen riqueza, no tienen poder, así que no tienen derechos. Así es como funciona el mundo. Tus derechos corresponden a tu riqueza y tu poder”. No hay en el mundo otro pueblo tan sufrido y oprimido como el palestino. Es cierto que en el pasado lejano y reciente ha habido muchas otras guerras terribles, muchas otras ciudades bombardeadas y destruidas: Sarajevo, Grozny, Mosul, Alepo, Raqqa, Mariupol. Pero en todas esas guerras, en todas esas ciudades en guerra se ha alcanzado algún acuerdo de paz, provisional o permanente, precario o duradero. No así en Gaza. Ningún otro pueblo, ningún otro enclave, ninguna otra ciudad ha tenido que soportar durante tantos años una agresión tan bestial y despiadada; ninguna otra región del mundo ha sufrido un bloqueo tan asfixiante, ni ataques aéreos tan intensos e indiscriminados, ni cinco guerras tan terribles en un lapso de diecisiete años. En 2014, Gaza fue intensamente bombardeada durante cincuenta días. Y, aun así, el nivel de devastación de esta agresión no es comparable a ningún otro. Devastada, convertida en tierra arrasada, en escombros sobre escombros, Gaza es un lugar prácticamente inhabitable. Así se cumple el objetivo del sionismo. Gaza es hoy un símbolo universal del horror, del sufrimiento de los pueblos oprimidos, pero también un bastión de la memoria resistente.
Hamás no creó el conflicto: el conflicto creó a Hamás. Se fundó en 1987, el año de la primera intifada, justo veinte años después de la guerra de 1967 y la posterior ocupación israelí de Gaza y Cisjordania. No surgió de la nada: es consecuencia de un estado de cosas insufrible y de una opresión histórica. Surgió cuando el problema se agravó por la política israelí poner en marcha asentamientos ilegales de colonos judíos en territorios palestinos ocupados. Cuando las opciones seculares y laicas fracasaron por haberse corrompido y cedido demasiado al enemigo ocupante, surgió otra opción de lucha. Hamás se radicalizó y se islamizó, y halló en la identidad islámica la fuente de inspiración de la resistencia violenta.
Hoy ya lo sabemos: Israel ayudó a crear Hamás vía indirecta. Lo favoreció y lo fortaleció frente a Al-Fatah, el partido político de Arafat. Y lo hizo con toda la perversidad de que es capaz con el objetivo de debilitar, dividir y doblegar al movimiento palestino. Ayudó a crear al islamista Hamás frente al secular y laico Al-Fatah. El cálculo era perverso: socavar la Autoridad Palestina que negociaba la creación de un futuro Estado palestino y potenciar al extremista para luego villanizarlo y combatirlo. Israel prefirió amamantar a un “monstruo” que sentarse a negociar la única salida justa y sensata con un interlocutor debilitado que ya había cedido demasiado.
Si Hamás es malo, Israel es mil veces peor. Israel es un Estado terrorista, fascista, genocida, un régimen de ocupación militar y apartheid que despoja, mata, encarcela, oprime y deshumaniza a la población nativa. Tiene el alma envenenada y las manos sucias de crimen hasta las heces. Los miles de niños gazatíes y cisjordanos asesinados son su mayor escarnio. Ya hemos visto en las redes sociales el último acto de horror. En Gaza, sabiendo que en cualquier momento pueden morir bombardeados, los niños escriben sus nombres en sus cuerpos, brazos y piernas, para que los sobrevivientes -padres, familiares, conocidos- puedan identificarlos entre los escombros. Como en una escena terrible y cruel de arte corporal y performance de la muerte que cae del cielo.