“Seremos muy firmes en el combate contra aquellas acciones que estén reñidas con la ley, vengan de donde vengan y cueste lo que cueste.”
Esas palabras las hemos oído tantas veces que pierden credibilidad. Pero dichas esta vez por el electo Presidente del Perú, Su Excelencia Ing. Martín Vizcarra, que asume el cargo de la codiciada silla tras la auto destitución-renuncia del mandatario Pedro Pablo Kuczynsky, acusado de corrupción en el caso Odebrecht, aceptada por amplia mayoría del Congreso, apenas 20 meses de su reinado, esas palabras pudieran tener otro peso. En Perú no se juega. No hay vacas sagradas.
Según se informa el nuevo presidente, hasta donde se sepa, “no está salpicado con el escándalo de corrupción ni tiene afiliación política conocida” eso inspira una mayor confianza y tranquilidad; pero lo importante es que en la tierra del Inca Manco Capac y de Atahualpa se está escribiendo una historia distinta que toma cuerpo precisamente tras el escándalo provocado por la empresa brasileña Odebrecht. Como diría un congresista partidario de Kuczinsky: por encima de mi simpatía personal está la institucionalidad de mi país: el que la hace, la paga.
Y eso es lo que marca la gran diferencia entre un país políticamente bien encausado, donde cada poder del Estado actúa con independencia y soberanía, los funcionarios públicos de cada organismo gubernamental, autónomo o descentralizado rinden cuentas de sus actuaciones y el pueblo les exige idoneidad y respeto en el desempeño de su cargo, sea elegido por voluntad popular en elecciones libres o designado por la autoridad competente, cual que sea su rango.
Este otro país, el nuestro que bien conocemos viene a ser la contra partida. La institucionalidad no existe y la moralidad rueda por los suelos, no obstante el crecimiento económico sostenible, la estabilidad monetaria, construcciones de escuelas, viviendas, clínicas y hospitales, préstamos blandos a agricultores y otros avances. Sin embargo, la mancha persiste. Según revelan repetidas encuestas nacionales e internacionales mantenemos una deuda pública insostenible que nos asfixia, corrupción e impunidad indignantes, violencia de género, femenicidios e inseguridad ciudadana, desorden administrativo, clientelismo, opulencia y pobreza extremas, desigualdad social lastimosa, desempleo, salarios cebolla, déficit de servicios sociales, salud preventiva y atención hospitalaria, mortandad infantil, transporte terrestre caótico e irresponsable, una estela degenerativa de males y valores que nos desangra sin atisbo de solución o firme propósito de cambio como cabría esperar.
El sagrado cumplimiento del deber ”caiga quien caiga” ha de imponerse con igual vigor que el orden Constitucional, las leyes justas, la institucionalidad y la obligación de todo ciudadano de mantener siempre en alto la moral, por encima de cualquier circunstancia. Por encima de toda tentación o ambición desmedida, de toda relación espuria o interés particular, de todo mandato pérfido o desleal porque “perdida la moral, se acaban el amor, el orden, la obediencia y la virtud.” Solo ella espanta los fantasmas. Armazón y norma de vida, la moral garantiza prestigio social y respeto de sí mismo, el honor de la familia, el progreso y bienestar de la nación. Marchemos!