El gato que se pronunció en la O.N.U.

El gato que se pronunció en la O.N.U.

PRESENTACION
La novela Los entresijos del viento, premio Feria del Libro 2020, resulta una obra “multigénero” por cuanto incluye poemas (más de cincuenta), pinceladas sobre el origen familiar del autor, sus estudios y andanzas en Estados Unidos y Europa, recoge, además, en la voz de personajes creados para ese fin (Prisca, Doroteo, Dositeo, Delgadina…) un racimo de relatos de intención sapiencial y en la última parte, sobre todo, unas lúcidas reflexiones con valor ensayístico.

Sin que nieguen la realidad social ni el contexto temporal en los que se enmarcan, los textos de Freddy Bretón recuerdan los relatos sapienciales de origen oriental como Calila y Dimna o las ficciones del infante Juan Manuel con sus personajes Patronio y el conde Lucanor, considerado el primer volumen de cuentos de la literatura en castellano.

Como si pretendiera que su paso de la realidad a la ficción fuera imperceptible, el autor introduce de este modo el relato que publicamos: “Las veces que pasé frente a la sede de las Naciones Unidas, tuve que acordarme del ocurrente Doroteo y aquel invento suyo titulado el gato que se pronunció en la O.N.U.” (Pág. 233, 1ª edición, 2019).

Un distinguido gato del tercer mundo, viéndose en cierta ocasión acosado por un perro realengo, huyó por calles y callejones tratando de librarse de su encarnizado perseguidor. Y logró evadirlo, pero cuando vino a darse cuenta ya estaba en las afueras de la ciudad, en lugar despoblado.

Miró hacia todas partes; olió el aire, pero todo le resultaba extraño. Caminó todavía algo cansado y fue a dar al aeropuerto, que no estaba lejos de aquel lugar. Comenzaba a anochecer cuando empezó a acercarse a la pista de aterrizaje.

Vio un par de ruedas macizas, oscuras, y saltó de inmediato sobre ellas. De ahí saltó más arriba, instalándose así en el hueco del tren de aterrizaje de un avión cualquiera. Al sentir que el aparato empezaba a moverse, se aferró a las barras superiores del tren.

El avión fue tomando velocidad, mientras aumentaba el estruendoso ruido de las turbinas. El gato pensó que se acababa el mundo, pero se agarró más fuerte aún. De repente sintió que el aparato dejaba de saltar para elevarse serenamente por los aires. Enseguida empezó a recogerse el tren de aterrizaje.

El gato vio venir sobre él el pesado armazón y pensó, es el final. Se acurrucó lo mejor que pudo y se dispuso a ser molido por los enormes hierros que volvían a reclamar su lugar. Terminó la operación, y el gato sólo perdió un pedazo de la cola. Estaba de suerte.

En un momento trató de asomar la cabeza, pero el viento le desprendía los pelos y casi lo arrastra hacia el vacío. Temió por alguna de sus vidas, pero como tenía siete, se consoló pensando que todavía le quedaría alguna a la hora de caer al suelo.

Divisó, con las luces, una porción del fuselaje del inmenso aparato y pensó: Es el universo rodando por los aires. Pero estando muy cansado, dejó de filosofar y se durmió.

Por supuesto que tuvo pesadillas con el perro callejero; cerraba los ojos y le veía brillar los afilados dientes. Después de varios sobresaltos se durmió nuevamente y ya no volvió a despertar hasta que el avión tocó tierra en el aeropuerto J.F.K. (New York). Al aterrizar, el animal hizo lo mismo que al principio: se agarró con todas las fuerzas de sus patas.

Resultó que en el avión de nuestro gato iba una importante delegación a la Asamblea General de las Naciones Unidas. Bajó el travieso gato, y fue a meterse en el bolso en que una de las voluminosas damas delegadas llevaba algunos regalos comprados en las tiendas del aeropuerto.

Así llegó hasta el hotel. Como ya era experto viajando debajo de los aparatos, se trepó bajo el autobús llegando hasta la misma sede de la O.N.U.

Entró nuestro delegado felino hasta el salón principal, saltó como un resorte y fue a ocultarse detrás de las gruesas cortinas. La asamblea iba viento en popa, pero el gato estaba fastidiado ya con tantos discursos. Cuando estaba justamente en el clímax de su peroración el delegado de una superpotencia, salió enfurecido de detrás de la cortina.

Con aullidos ensordecedores atravesó el amplio salón. Se acercó a la mesa principal y saltó hasta el podio.

Todos tuvieron que taparse los oídos ante tanto miau, miarau, ñarau—miau—ñau…, potenciados al máximo por los sofisticados amplificadores. El pobre gato no se dio cuenta de que en ese momento estaba funcionando el sistema de traducción simultánea ni de que, además, las cadenas de televisión transmitieron —vía satélite— su imagen y su discurso a todo el mundo. Esto no obstante, debió —para salvar sus vidas— abandonar rápidamente aquel lugar.

Anduvo calle arriba, lo tiraron calle abajo, durmió en los basureros. Eso sí, comió —aunque fuera a hurtadillas— el alimento para gatos que anuncia la T.V. (De todos modos, él seguía prefiriendo ratones y lagartos).

No se miente si se afirma que el aventurero conoció a fondo la vida gatuna de la gran ciudad. Cansado al fin de tantos ‘gatos afeminados’ —como llamaba él a los de la ciudad— indignos de ese glorioso nombre, decidió volver al aeropuerto. Su sentido de dirección se había agudizado aún más después de esta aventura.

En su país natal siempre se había dicho que el gato no tardaría en regresar. Finalmente, todos amanecieron presintiendo el día de su arribo y se fueron al aeropuerto. Cuando llegó éste, estaba sorprendido por la multitud de conciudadanos que habían ido a recibirlo. Todos habían visto sus proezas por la televisión y estaban ansiosos por saludar personalmente al héroe.

La efusiva recepción estuvo llena de maullidos de todo calibre. Luego creció tanto el entusiasmo de la turba, que exigieron a gritos que fuera llevado el héroe al Salón de Embajadores.

Y lo hubieran logrado, de no haber aparecido como llovidos del cielo, millares de perros de todos los estratos sociales, mancomunados en bien del país. En un abrir y cerrar de ojos diezmaron a dentelladas limpias a la enfervorizada multitud.

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