La violencia no siempre irrumpe con estruendo. A veces comienza como un susurro. Un gesto torcido, una palabra afilada, un silencio que no protege. Se desliza como un hilo invisible por los bordes de la vida cotidiana. Se cose a nuestras costumbres, a los modos de hablar, a la manera en que miramos, criamos, gobernamos, deseamos, convivimos.
En la sociedad dominicana, ese hilo se ha enredado en cada pliegue del tejido social. No es una cuerda que se rompe de pronto: es una hebra persistente que va hilvanando desprecios, jerarquías, exclusiones. Un hilo que empieza en la infancia, cuando se enseña que obedecer es sobrevivir, que el miedo educa, que el cuerpo del otro se puede disciplinar con golpes.
Ese mismo hilo atraviesa las aulas, donde la autoridad castiga más de lo que orienta. Pasa por las calles, donde el bocinazo resuena más alto que la palabra. Se tensa en los hogares, donde el amor a veces se confunde con control, y donde el derecho a disentir se paga con el cuerpo. Se anuda en las redes sociales, donde el odio se convierte en espectáculo y la burla es moneda corriente. Se extiende a los medios, a los discursos políticos, a las bromas que hieren con risa de fondo.
La violencia se hace sistema cuando ese hilo se teje sin resistencia.
Y entonces, cuando llega el feminicidio —el acto brutal, el final dramático que nos sacude— ya es tarde. La muerte de una mujer a manos de quien dijo amarla no es el comienzo del horror: es la última puntada de una trama larga y feroz. Una tragedia anunciada, bordada a fuego lento con todas las pequeñas violencias que dejamos pasar. El hilo ya estaba ahí, tenso, sosteniéndolo todo.
Pero no es solo violencia física. Es también la violencia económica que asfixia, la política que silencia, la racial que excluye, la institucional que abandona. Es el trato desigual en los tribunales, el desdén hacia las voces disidentes, la mirada que desconfía del pobre, del joven, del migrante, de la mujer que alza la voz. Es el dedo acusador que se alza sobre la víctima y el hombro indiferente del Estado.
La violencia no solo mata. Desgasta, fragmenta, deshumaniza. Deshilacha la idea misma de comunidad.
Y sin embargo, ese mismo hilo, si lo reconocemos, si lo detenemos a tiempo, podría deshacerse. Podríamos cambiar el patrón del tejido, reaprender los gestos, reescribir los vínculos. Habría que empezar por enseñar el valor de la palabra que no hiere, del desacuerdo que no destruye, del poder que no oprime. Habría que politizar la ternura, dignificar los cuidados, ensanchar el concepto de justicia hasta que quepan todos los cuerpos, todas las historias.
Pero para eso hay que mirar de frente. No basta con llorar ante las cifras del feminicidio: hay que seguir el hilo hasta su origen. Preguntarse por qué aquí duele tanto vivir siendo mujer, siendo niña, siendo pobre, siendo diferente. Preguntarse por qué nos enseñaron que la fuerza es el único lenguaje que entiende este país.
Quizá el desafío esté en aprender a cortar ese hilo antes de que se cierre el nudo. Hacer de cada gesto una puntada distinta. Bordar, poco a poco, una nueva manera de convivir.