Nuestros ancestros solían señalar a algún fulano como “disoluto”. Mas, uno no alcanzaba a entender a plenitud esa expresión. A la que se le pone la mayor atención en nuestra actualidad, su peso y gravedad refieren a la pérdida de integridad y entereza de una cosa.
El azúcar disuelta en agua; la degradación de la naturaleza psíquica y espiritual que llegamos a entender que eran o es el hombre, cuyas características propias nuestras diferentes a los demás animales. Especialmente porque sabemos que el hombre es un ente consciente de sí mismo, con sentido de su identidad propia y con una intencionalidad dirigida a la autosuperación. O bien, autoconsciente de ser parte de un plan, o de que, como individuos o como grupo o nación, somos o intentamos ser un proyecto propio, diferente, autónomo, pero con aspiración de universalidad.
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Cualquiera que no esté excesivamente distraído con el televisor o la Internet; o demasiado corrompido para siquiera entender y procesar el concepto de disolución moral, psicológica o espiritual, podría darse cuenta sin dificultad de que la humanidad toda vive un acelerado proceso de disolución.
Esto lo entiende perfectamente todo hombre o mujer que haya leído los vedas, las obras Yogananda, o los legados de Buda. Pero acaso mejor lo entienden los que están más familiarizados con la tradición judeocristiana: lo que está en vías de disolución es el hombre.
Está claramente definido y precisado, altamente insinuado y claramente direccionado en toda la literatura universal, especialmente en el pensamiento evolucionista de los países de Oriente.
De hecho, el proyecto moral y espiritual hasta hace poco conocido y aceptado universalmente como “hombre”, “humanidad”, está abierta y directamente desafiado por una serie de aprestos disolutivos, según una serie de propuestas sobre los “humanoides” que habrían de sustituir al hombre. Incluidos todos los degenerados y disolutos de nuestra propia especie.
El objeto de nuestra atención deben ser esos nuevos diseños experimentales de “lo humano”, cuyas variantes carecen de toda restricción moral, sin apego a los valores espirituales, morales y humanistas con los que emergió de la historia de las civilizaciones el supremo logro de los derechos humanos.
Simultáneamente con las nuevas propuestas estamos siendo bombardeados con una multitud de ideas disolutoras, de propuestas atentatorias contra la dignidad que llegamos a entender como cónsona e imprescindible para alcanzar el proyecto humanista universal.
Simultáneamente, estamos siendo expuestos a una diversidad de medios y mecanismos desinformantes y deformantes; sobre todo disolventes de lo humano, y de todo lo que se pueda aceptar como parte de un proyecto entendible y aceptable de lo que hasta ahora hemos sido como humanidad: un proyecto compartido, consensuado, idóneo y viable.
Contrariamente, lo que nos viene encima parece ser la disolución total de lo humano, un efecto Pigmalión perverso, en el cual la tecnología de la singularidad, donde las máquinas que están en manos de unos cuantos degenerados y satánicos dirigirían quien sabe cómo, el destino de aquello que alguna vez amamos y hasta intentamos mejorar: la Humanidad.