El implacable demérito

El implacable demérito

El recuento sería prolijo, con detalles para el espanto. Rosario con cuentas infinitas para la validación del oprobio. Creatividad sin límites para la ofensa y descalificación, para la humillación y el acoso. Ejemplo de efectividad que logró el control de una nación prosternada, con su dignidad a expensas de un capricho aleve, como aleve fue la ráfaga aquella que “tronchó el roble todopoderoso que durante más de treinta años desafió todos los rayos y salió vencedor de todas las tempestades” tal y como expuso el panegirista Joaquín Balaguer frente al cadáver de su “amado jefe”, en la iglesia parroquial de San Cristóbal, el día 2 de junio de 1961.
Y “el jefe” aprendió temprano, desde antes de ser telegrafista y antes de ser, durante sus años mozos, “un aventurero con marcada vocación para el delito” como lo describe Euclides Gutiérrez Félix en “Trujillo Monarca sin Corona”. Aprendió y enseñó el método, porque fue y es, infalible, efectivo. Primero: propugnar por la desconfianza entre pares, después el descrédito y luego la súplica penosa que medía la dimensión de la víctima. Los jirones de la dignidad esparcidos, efecto del desgarro que produce la infamia, obligaban a esconderse, a destejer los sueños. Abandono a expensas de las migajas de la caridad que aprovechaba la madrugada para mitigar la carencia, aunque el destrozo moral, el desprecio, matan más rápido que el hambre.
La sagacidad permitió al sátrapa urdir una telaraña que atrapaba a todos sin distingo. A fin de cuentas, las categorías sociales las establecía el régimen. El origen social del dueño de vidas y heredad, aparejaba resentimientos que el poder compensaba con creces.
El tránsito ha sido tan perverso como las intenciones. Del foro público y el telegrama avieso hasta la época de los libelos cuando la democracia asomaba. Aquellas catilinarias que prepararon el golpe de Estado de septiembre del 1963 retumban en los oídos de quienes escuchaban transformar en felonía la hombría de bien. Después de las emisiones radiales, los programas de TV con las andanadas despiadadas en las décadas de los 80 y 90. Honra arrasada, sin enmienda.
Reeditar el estilo ha sido una victoria de aquellos maestros redivivos. Ahora, las redes sociales difunden la infamia sin contención posible, lanzallamas que encubre cobardías. Dañar sin indagar ni preguntar, para saber y sopesar. Apoteosis de la intolerancia y el desmadre.
El memorioso Rafael Solano, con su habitual cautela recordaba episodios de deshonra durante la tiranía. Y esa manera de callar o aparentar sordera para evitar el salpique de tanta inmundicia. Las mujeres vejadas en las cárceles del régimen o en las antesalas del mando regresaban a sus municipios con la marca indeleble del agravio y en lugar de conseguir respaldo se convertían en réprobas. En aquel tiempo, las agresiones contra las mujeres no tenían calificación de infracción. Cualquier cosa era posible para castigar la osadía. El músico, compositor, diplomático, recuerda lugares ubicados en la nostalgia puertoplateña que nos acuna. Épocas y protagonistas, música y bailes, señoronas y caballeros. Hay guiños, a pesar de las diferencias etarias, que nos permiten colocar en el páramo de la desgracia a los mismos personajes. Hombres y mujeres cuyo atrevimiento recibía como recompensa el desprestigio y la exclusión, por temor o por genuflexión. El escarnio y la injuria convertidos en armas para doblegar y aquilatar lealtades, destruir y estremecer. El miedo, era el miedo, se ha repetido. El odio también.
Escribe Juan Bosch en el Capítulo XI de “Trujillo: Causas de una tiranía sin ejemplo” citado en “La Fortuna de Trujillo” (Alfa y Omega 1985) que Trujillo, cuando no podía herir físicamente, sabía herir el alma ajena”. Esas heridas demuelen y con piltrafas es difícil construir.
La escritora Chimamanda Ngozi Adichie en “El Peligro de la historia única” asevera: Las historias importan. Muchas historias importan. Las historias se han utilizado para desposeer y calumniar, pero también pueden usarse para humanizar. Pueden quebrar la dignidad de un pueblo, pero también pueden restaurarla”. Conocer nuestras historias debería ayudar a no repetirlas.

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