Los libros ahora viven una suerte de resurrección. Se pusieron de moda en cuarentena: se volvieron objetos sentimentales y cotidianos. Los coloco frente a mi cama, en mi comedor, en el piso o el sofá. No son la vida misma, pero forman parte del vocabulario elemental de sus poseedores. En esta cuarentena forzosa del mundo, nos dedicaremos a leer, no sin venganza y ganas –frente a una copa de vino, una taza de café o de té–, los libros que tenemos, por años o meses, relegados, aplazados u olvidados. También dedicaremos nuestro encierro voluntario a catalogar y organizar libros por temas, autores, editoriales, épocas o países, y acaso a cultivar el oficio de bibliotecario doméstico. Borges dijo, sabiamente, que “ordenar biblioteca es ejercer, de un modo modesto y silencioso, el arte crítica”.
Los libros ahora viven una suerte de resurrección. Se pusieron de moda en cuarentena: se volvieron objetos sentimentales y cotidianos. Los coloco frente a mi cama, en mi comedor, en el piso o el sofá.
No son la vida misma, pero forman parte del vocabulario elemental de sus poseedores. En esta cuarentena forzosa del mundo, nos dedicaremos a leer, no sin venganza y ganas –frente a una copa de vino, una taza de café o de té–, los libros que tenemos, por años o meses, relegados, aplazados u olvidados.
También dedicaremos nuestro encierro voluntario a catalogar y organizar libros por temas, autores, editoriales, épocas o países, y acaso a cultivar el oficio de bibliotecario doméstico. Borges dijo, sabiamente, que “ordenar biblioteca es ejercer, de un modo modesto y silencioso, el arte crítica”.
Hay muchos pretextos en la casa para leer libros: dejar uno en el baño para cultivar el escatológico arte de leer, acaso un extraño estilo de concentración placentera. Otros lo dejan en la cocina, la antesala o en el auto. No leo sin lápiz a mano. Prefiero no leer si lo olvido.
El lápiz me da la sensación de subrayar ideas, palabras, versos o párrafos, que luego solo tengo que releer. Los subrayados actúan como fichas de consulta, fragmentos citables. Leer con un lápiz representa un placer maniaco.
Ahora que releí después de muchos años, El Quijote, siento que no lo leí, sino que lo estudié. Y lo hice leyendo un único capítulo diario para saborearlo y digerirlo, como algunos leen la Biblia: como un ritual matinal y mañanero. Esta cuarentena también es el tiempo de leer novelas extensas, esas que la premura de los días no nos deja consumir.
Una novela no se lee a saltos de mata ni a trompicones, sino sistemáticamente para no perder el hilo de la historia, ni el impulso, ni olvidar los pasajes leídos. Contrario a un libro de poesía, ensayo o de cuento, que podemos leer un solo texto, cerrar el libro y volver sobre él, tiempo después, la novela exige continuidad.
Los libros nos ven, nos oyen, nos hablan, nos reflejan. Esperan por nosotros: crecen, y se multiplican como el junquillo.
Nunca como ahora habíamos sido invadidos por este ejército, estos objetos de papel. Nunca como hoy habían sido tan fáciles de conseguir. Llegan de librerías, comprados, intercambiados, prestados o regalados. En mi casa todos entran por la puerta y pocos salen: se vuelven habitantes secretos. Se quedan a vivir y convivir conmigo en la realidad o en la ilusión. Los apilo.
Algunos los extravío y reaparecen, como por arte de titiritero. Viajo con libros de aventura o de viajes a lugares reales o imaginarios.
Mudarse es un calvario. Cuando me mudé –una más de tantas–, quedé exhausto, de tantas cajas que empaqué, desempaqué, y luego coloqué en las estanterías. Los libros de lujo tienen otra historia, por su peso y volumen.
Los tengo en un estante visible en la sala. Son más bien no para leerse, sino para contemplarlos y tocarlos. Viajo a ferias del libro para comprar libros y novedades, informarme y conocer el circuito del mundo editorial.
Me blindo el cuerpo con mochilas, bultos y maletas. Llego a mi casa aturdido y derrengado. En los aeropuertos siempre me detienen, casi siempre porque los rayos láser no los identifican. Ya estoy curado de espanto.
Los inspectores de migración me miran huraños y con malos ojos, y los calmo. Nunca creen que son libros: piensan que en esta época nadie viaja con tantos libros encima. Por esta manía he sufrido retrasos en el vuelo y tediosos chequeos.
Mi amor por los libros empezó –no lo olvido–, cuando construí con mis manos de adolescente en flor, mi primer librero que pinté de negro. Cazador de libros o ratón de bibliotecas, los libros me atrapan y me seducen.
Compañeros de viaje en tren, bus, avión, barco, tranvía o taxi, estos artefactos de la era de Gutenberg son mis mascotas. Cuando no tengo que guiar, tomo tres o cuatro libros que no he leído y que tengo la necesidad espiritual de leer. Leído bajo la luz de una lámpara, una vela, una bombilla o una fogata, el libro forma el centro de gravedad del ethos de una civilización: satisfacen una necesidad de ocio y de conocimiento.
De papiro, piel, madera, arcilla, seda, piedra o papel, el libro es el instrumento de libertad más admirable y maravilloso, que ha producido el ingenio humano, donde las palabras viajan trascendiendo el tiempo y el espacio.
Escribas, traductores, editores, copistas, libreros, bibliotecarios, diseñadores, calígrafos, autores y lectores, los protagonistas y actores de la cadena de producción, distribución y consumo de los libros han jugado roles estelares.
Leídos y consumidos frente al mar o el río, en la playa o en la habitación, en la oficina o la cama, estos objetos nacieron para sobrevivir.
Solo quien lee es libre. Vive la experiencia de la libertad que entraña el aprendizaje de la lectura y la adquisición del conocimiento.
Leer es aprender y conocer. Ese conocimiento verbal es diferente al conocimiento de la práctica cotidiana. Leemos para aprender a vivir y a morir. También para soñar o para vivir la vida como una experiencia de la ensoñación. La vida es una lectura consciente, un libro abierto, cuyas páginas e ilustraciones recrean el mundo. Nuestras vidas son un libro escrito o imaginado, como lo dice Jacques, el fatalista, de Diderot.
Nada está escrito, si antes no fue dado por el concierto de los sentidos. Ningún conocimiento adquirido por los sentidos se asemeja al aprendido por la lectura, pues la mirada tiene que imaginar lo leído.
Por eso: leer es ver. Más bien: leemos para ver mejor, para hacer transparente lo que vemos. En efecto, leemos para ser y existir en el mundo sensible. Al leer, imaginamos lo leído, y al imaginar, inventamos los seres y las cosas. Leer nos hace cerrar los ojos para ver y vernos en la inmanencia y, desde esa experiencia, trascender el imperio de las cosas reales. En fin, leemos para contemplar el mundo desde adentro.
Leemos como promesa de escritura. Escribimos como voluntad de publicación. Al leer y escribir, inventamos y reinventamos el mundo: viajamos y vivimos en una órbita temporal. Los libros conforman un paraíso, un reino de lo imaginario, donde podemos memorizar lo no vivido, recrear lo ilusorio.
O vivir la experiencia de otros, disfrutar las ideas de nuestros dioses tutelares del pensamiento, conocer las hazañas de los que edificaron la historia y enseñorearnos de las aventuras de los prohombres.
Los libros son nuestros amigos más fieles y hospitalarios, los instrumentos que nos permiten conocer la soledad como experiencia de felicidad. Son pues espejos asombrosos donde acontecen hechos egregios, que reflejan las fantasías de la mente humana y sus incandescencias.
Cuando abrimos un libro, conocemos la luz en la oscuridad. Todo lo que nos dice un libro está en aquello que oculta. Y de ahí que un libro nos dice más que una película, una pieza musical o un cuadro porque su universo es abierto y plural, que tenemos que imaginar, pues no nos bastan los ojos y los oídos.