El niño y la pasión

El niño y la pasión

Cuanto más grande es un hombre tanto mayores son sus pasiones
El Talmud
El niño interior es uno de los patrones más poderosos de la psique. La naturaleza del niño es la inocencia, que lo lleva a creer que todo es posible. Gracias al niño podemos actuar más allá de los límites conocidos, para iniciar una aventura libre y creativa. Cada vez que tomamos la decisión de lanzarnos a vivir una hazaña desafiante, hemos recuperado una parte de nuestro niño que fue domesticada por la familia, la sociedad o por nosotros mismos.
 
El escritor italiano Gabriele d´Annunzio decía que renunciar a la pasión es como desgarrar con las uñas una parte viva del corazón. Si aún estamos heridos, tan pronto estemos viviendo una experiencia significativa, surgirán conversaciones ruidosas que buscarán mostrar el dolor del niño herido, rechazado, abandonado, desconfiado o huérfano.
 
Gracias a ellas podemos sanar, para volver a disfrutar plenamente la alegría y la pasión por vivir. La intensidad es una de las características del niño. ¿Has visto a un niño con algo que ha escogido o que le gusta? El niño se deleita en la experiencia y está completamente presente para ella. Conocer esta pauta nos permite mirar cuando el niño no participa de lo que hacemos.
 
Si hay preocupación, sufrimiento, dudas, tibieza, distracción o dolor es porque el niño interior no está colaborando, con lo que sea que hayamos escogido. San Lucas 18:15-17 cuenta que muchas personas llevaban los niños para que Jesús los tocara, y sus discípulos les llamaron la atención y las reprendieron.
 
Entonces, Él  llamándolos dijo: “Dejen a los niños venir a mi, y no se lo impidan; porque de ellos es el reino de Dios. De cierto les digo, que el que no recibe el reino de Dios como un niño, no entrará a él”. ¿Ves el valor que tienen los niños? Ellos entregan el corazón en cada cosa que hacen.
 
La pasión es el fruto que surge cuando abrimos el corazón. Quien vive la pasión llena su vida de sentido. ¿No es ese acaso el propósito? El asunto es que el niño es apasionado y nos muestra nuestro sueño, ¡pero es el adulto en nosotros quien puede asumir el compromiso de realizarlo! El niño es dependiente, por lo que no tiene poder.
 
Este fin de semana, participé en otra experiencia de reingeniería humana. Las cosas iban muy bien, hasta que el sábado en la tarde me invitaron a probar los límites que acostumbraba usar para limitar mi potencial. La autora Louise Hay dijo: “Cuando tienes un problema, no hay algo que hacer, hay algo que saber”.
Aunque suelo ser reflexiva acerca de lo que me ocurre, no me estaba dando cuenta que la niña me estaba brindando una oportunidad de ver una vieja y olvidada herida. La primera evidencia, fue la falta de entusiasmo y pasión que sentí para hacer la actividad encomendada. Ignorando la demostración de que estaba separada de mi niña interior, seguí instrucciones y actué por “responsabilidad”. ¿Alguna vez lo has hecho tú?
 
En su libro “El encanto de la vida simple”, Sarah Ban Breathnach dice que en cada vuelta que damos en la rueda de sanación, el panorama se abre un poco más. Afortunadamente, la parte de mí que si se comprometió al 100%, se valió de un “error” para que no dejara ir la valiosa oportunidad de crecer.
 
Un mensaje que envié a un chat “equivocado”, fue el camino para que pudiera conectar con lo que intentaba evadir: el dolor. Una parte de mí, comprendía que debía moverme de donde estaba, y otra me gritaba: ¿¡moverte a dónde!?
 
Unos días atrás, le había dicho a un grupo que cuando vamos más allá de lo que nos duele surge un desconocido placer. Había visto en youtube unos videos de parturientas que al entregarse al dolor, ¡habían alcanzado orgasmos! Personalmente, jamás se me había ocurrido utilizar el dolor para conectar con la pasión.
 
La palabra pasión viene del latí “passio”, que viene del verbo “pati” que significa “padecer” o “sufrir”. La pasión es una acción pasiva y requiere que alguien se rinda para expresarse. Como no sabía que hacer con lo que me ocurría, ¡me entregué!
 
El mundo occidental enseña a evadir el dolor, y seguimos respondiendo a este aprendizaje sin mirar que ¡no funciona! Al huir de lo que nos duele también nos alejamos de maravillosas oportunidades para sanar las lesiones emocionales, que nos separan de una vida apasionada y vibrante.
 
Baruch Spinoza dice: “No llores, no te indignes. Comprende”. Los conflictos de “afuera” reflejan lo que llevamos dentro. Gran parte de los enfrentamientos que vivimos por vía de las situaciones o relaciones que tenemos, en realidad son la evidencia de las luchas que padece el niño abandonado en nuestro interior.
 
Todos estamos destinados a realizar un gran sueño, que nos lleve a vivir el propósito para el cual fuimos creados. El sacerdote budista zen Yasuhiko Genku Kimura escribió: “El poder de transformación que poseemos es enorme. En lugar de temer a lo incierto, solamente necesitamos alinearnos conscientemente con el alineamiento cósmico que existe eternamente en el Ser de nuestros seres”. ¿Sabes quién arde en deseos por crecer? ¡El niño!
 
Sanar al niño interior para cumplir el sueño más preciado que aún no hemos entregado al mundo, es una responsabilidad ineludible. Tal vez, estarás diciéndote que ésta no es una tarea fácil. Tienes razón. Sufrir tampoco es fácil ¡y lo hacemos! La diferencia es que para experimentar dolor no se necesita ser valientes, ¡pero para sanarlo sí!
 
Sanar es un proceso que nos toma toda la vida. Lo que nos cura es la decisión de mantenernos enfocados en la transformación, reafirmando nuestra decisión de sanar. En la canción “Gente”, la cantautora italiana Laura Pausini dice en una estrofa: “Prueba y verás que siempre hay algo nuevo dentro de tí para empezar otro vuelo directo al cielo”. 
El cielo es un estado de consciencia libre de necesidad, y por lo tanto de dolor, que se logra cuando vivimos según nuestro propósito sagrado. En lengua taína la palabra que describe a alguien que vive así es “aráguacú”. Agradezco a los entrenadores, staff, y al grupo de RH 25 por ampliar el círculo de recursos de los que dispongo, para vivir según la misión divina que la dá sentido a mi existencia.