En el decenio de los cuarenta, la historia se vuelve una profesión universitaria. Se abren escuelas hacedoras de antropólogos, historiadores y archivistas. (…) Actualmente se considera pecaminoso y punible al ejercer sin título el oficio de historiar. Todavía más: los doctores en historia se dan el lujo de despreciar a los que ejercen la profesión con solo el diploma de licenciatura o de maestría. (…)
Ser sistemáticamente ducho en metas y métodos de quienes nos precedieron en el oficio, ayuda en la selección de asuntos y modos de historiar. El profesionalismo es la torre desde la que se divisan mejor los latifundios de CLIO. También es comparable a un telescopio que nos permite vislumbrar las lejanías, así como la especialización cabe compararle con un microscopio que nos da acceso a lo invisible a simple vista.
El profesionalismo sin duda disminuye la creatividad espontánea, encadena a la loca de la casa, impide los desbordes de la imaginación, pero nos conduce con máxima rapidez y seguridad al puerto buscado. Luis González y González [1]
Al leer este extracto del libro de Luis González y González parecería que el historiador mexicano tenía un recelo fundado con la historiografía profesional. Reconocía, sin embargo, que la investigación histórica sería más efectiva y profunda si estaba en manos de los especialistas.
En su simpleza expositiva, sin embargo, deja entrever una amargura existencial por la tendencia hacia la profesionalización de la historia. Reconoce, no obstante, que en manos de los profesionales el oficio, que anteriormente estaba en manos de personas que tenían formación académica en otras áreas, tenía mayor trascendencia: “En el día de hoy todo lo acontecido al ser humano y a la naturaleza se ha vuelto historiable siempre y cuando haya testimonios probatorios. (…) Numerosos aspectos del acontecer desdeñados por los historiadores de antes son ahora muy dignos de historiar. La producción y el consumo económico, la vida material, en suma, se han vuelto el tema más socorrido por algunos historiadores de la nueva ola”.[2]
En el oficio de historiar, afirma, González y González, se hace necesario hacer la distinción entre lo historiable y aquello que es digno de historización. ¿Pero debe historiarse únicamente aquello que es trascendente e influyente? Pero ¿cómo saber lo que es importante si varía con las épocas? Su respuesta no deja de tener ironía hiriente hacia los historiadores profesionales. “Los historiadores profesionales y bien vestidos, si quieren permanecer en el candelero, si les interesa ser invitados a mesas redondas y congresos, han de estar a la moda en asuntos dignos de investigación. Quedan fuera ahora si persisten en resucitar hechos efímeros y no estructuras o tiempos largos y si preguntan por acaeceres calificables, no contables”.[3]
Decía también el historiador, que para hacer realidad el oficio de historiar, los historiadores, profesionales y privilegiados, o simplemente los que habían aprendido el oficio, debían aprender el oficio de escribir, ya que “el historiador no es un simple vaso comunicante. Su prosa, aparte de transmitir acciones humanas del pasado, expresa los sentimientos del historiador a propósito de lo reconstruido. Aunque se dice que la historia ya no es un género literario y sí una ciencia, aunque la historia sufre un proceso de deshumanización, no puede dejar de expresar al hombre que la escribe o la filma. Por otra parte, la clientela de los historiadores no se constituye únicamente con otros del oficio. Las ciencias físico-matemáticas y biomédicas no necesitan salir de los círculos académicos, pero las que se ocupan de los seres humanos no deben quedarse metidas en los cenáculos cultos. Las ciencias del hombre y sobre todo la historia se dirigen a un lectorio plural. Cada libro pasatista debiera preguntarse: ¿Quién escucha?”[4]
Un elemento interesante que señala el autor del libro es que las opiniones y conclusiones de los historiadores, profesionales o no, tendrán repercusiones. Los políticos, en el poder o no, podrían utilizar sus opiniones para justificar muchas de sus acciones. “Los gobernantes apetecen una historia poblada de gobernantes tiesos, precursores de su estatua; de proezas conmemorables un día al año y cada diez, veinticinco, cincuenta, cien mil años; de pueblos en heroica disposición de sacrificio, de pípilas y niños héroes”.[5]
Para historiar, decía González y González que para escribir la historia era necesario que los historiadores, profesionales o no, recurran a la búsqueda de los papeles viejos. “Se dice que la tierra óptima para el desarrollo y la producción de historias es la archival, no la de bibliotecas; la de repositorios de escrituras manuscritas, no la de almacenes de escrituras de molde”.[6] Es decir, sin fuentes primarias no se puede escribir la historia. Los hechos tienen que reconstruirse a partir de los testimonios escritos de los actores, no de aquellos que se ocupan de hacer la historia con libros, con obras escritas por otros.
La historia erudita se escribe a partir de los archivos, que van desde los documentos localizados en las parroquias, conventos, oficinas municipales. “A medida que se abren y acondicionan los archivos locales, la erudición se da gusto con la hechura de guías, índices y compilaciones de textos”.[7]
Este libro, escrito hace mucho tiempo, reconoce que la historia es una ciencia para los profesionales que se han formado para historiar. No es pues, un oficio para inexpertos que no han recibido el entrenamiento necesario. No es un oficio para los amantes de la historia, porque amar el relato histórico no es lo mismo que construir la historia. Seguimos con el tema en el próximo Encuentro. Iniciaremos una serie con una nueva obra.
[1] Luis González y González, El oficio de historiar, México, El Colegio de Michoacán, 1999, pp. 45 y siguientes.
[2] Ibidem, p. 49.[3] Ibidem, p. 64.
[4] Ibidem, p. 68.[5] Ibidem, p. 69.
[6] Ibidem, p. 77.[7] Ibidem, p. 83.