La concepción del pasado que pretende ofrecer la investigación histórica científica difiere notablemente de las ofrecidas por ese tipo de literatura mítica y meramente propagandística. No en vano, como hemos visto, es de una naturaleza radicalmente diferente quiere ser verdadera y no ficticia o arbitraria; verificable materialmente y no incomprobable; causalista e inmanente al propio campo de las acciones humanas y no fruto del azar o de fuerzas inefables e insondables, racionalista y no ajena a toda lógica, crítica y no dogmática.
En definitiva, si bien la historia científica no puede predecir el futuro ni proporcionar ejemplos de conducta infalibles, sí permite conocer los orígenes del presente e iluminar las circunstancias de su gestación, funcionamiento y transformación. La experiencia histórica de una sociedad es su único referente positivo, su única advertencia tangible, para saber a qué atenerse y poder perfilar los planes y proyectos que se propone ejecutar en el presente y de cara al porvenir, evitando así toda operación de salto en el vacío y toda actuación a ciegas o por simple tanteo. [1]
Continuamos comentando la obra del historiador español Enrique Monradiellos titulada “El oficio de historiador”, en el que expone sus reflexiones sobre la historia, el papel del historiador y las mejores formas de enseñar a historiar.
En su obra, Moradiellos asegura que las ciencias históricas tienen, aún sin proponérselo, una función pedagógica, de ilustración y de filtro crítico en las sociedades. “son componentes imprescindibles para la edificación y supervivencia de la conciencia individual racionalista, que constituye una categoría básica de nuestra tradición cultural clásica y universal. No es posible concebir, sin graves riesgos para la salud del cuerpo social, un ciudadano que sea agente consciente de su papel cívico al margen de una conciencia histórica desarrollada. Que le permita plantearse el sentido crítico-lógico de las cuestiones públicas, orientarse fundamentalmente sobre ellas, asumir sus propias limitaciones al respecto y precaverse contra las mistificaciones, hipótasis y sustantivaciones de los fenómenos históricos”.[2]
Así pues, el mismo hecho de reconstruir el pasado y darlo a conocer a las generaciones futuras, determina su propia esencia educativa. Ahora bien, aclara el historiador español, los historiadores que investigan banalidades del pasado, pero sobre todo su renuncia a buscar explicaciones y causas, no cumplen con esa función educativa tan importante para el presente y el futuro de la humanidad.
En otro apartado, el historiador español hacía referencia a los orígenes de la historia. Coincide con el planteamiento de que la historia como oficio nació en la Grecia del siglo VI y siglo V, con Heródoto y Tucídides. Pero fue en el siglo XVIII cuando realmente se sembraron los cimientos para la redacción científica de los relatos históricos. A partir de ese momento, dice en el texto, se convirtió en una disciplina científica. La historiografía griega se conectó con Roma. Los cuatro grandes historiadores romanos fueron. En primer lugar, Julio César con sus relatos biográficos sobre la Guerra de las Galias y la Guerra civil. En segundo lugar estaba Cayo Salustio con su excelente narración acerca de la crisis de la República. En tercer lugar Tito Livio con su magnífica historia de Roma; y en cuarto y último lugar estaba Cornelio Tácito con su extraordinaria narración sobre los primeros emperadores en los Anales de la Historia.
El crecimiento exponencial de la historia durante el Imperio Romano cayó bruscamente con la llegada de la Edad Media. No caben dudas de que con la incorporación del cristianismo como la religión oficial del Estado, negando la racionalidad, la teología sustituyó a la investigación racional. La religión sustituyó el relato.
Con el Renacimiento, la racionalidad volvió a la reconstrucción de los hechos. Atrás quedó la tutela teológica, y los intelectuales dedicados a la historia se entregaron al estudio, interpretación y traducción de una nueva conciencia histórica.
La Reforma Protestante ayudó enormemente en las técnicas del estudio crítico y filológico. Así, un equipo de historiadores luteranos inició la tarea de redactar una historia eclesiástica basada en la edición crítica y la exégesis de los textos cristianos originales. Esta acción trajo, como era de esperarse, su reacción. Un grupo de historiadores jesuitas dirigidos por Jean Bolland, comenzó a hacer historia a partir del examen crítico de las fuentes disponibles. Las cosas, sin embargo, no mejoraron en el siglo XVII, específicamente a partir de 1680, bajo la dirección del padre Daniel, historiógrafo oficial del Rey Luis IV, quien respaldaba que la historia guardaba documentos inútiles e innecesarios para escribir la historia.
Al llegar el siglo XIX, Alemania fue escenario del surgimiento de la ciencia histórica moderna, sobre la base, afirma el autor, del maridaje entre la tradición histórico-literaria y la erudición documental, al abrigo de una concepción del fluir temporal humano y social como proceso causal racionalista e inmanente y ya no solo como mera sucesión cronológica de acontecimientos. Así pues, la historia documentada y razonada comenzó a suplantar a la mera crónica. En ese momento se destaca Ranke, quien con su historia diplomática hizo galas de erudición. Para concluir con este artículo finalizo con una frase de Ranke:
A la historia se le ha asignado la tarea de juzgar el pasado, de instruir al presente en beneficio del porvenir. Mi trabajo no aspira a cumplir tan altas funciones. Solo quiere m mostrar lo que realmente sucedió.
[1] Enrique Monradiellos, El oficio de historiador, Madrid, Editorial Siglo XXI, 1994, p. 15. [2] Ibidem, p. 16.