En los momentos que escribimos este artículo, las observaciones hechas por el Presidente Danilo Medina al Código Penal, a fin de que se estableciesen los supuestos excepcionales en los que resultaría lícita la interrupción voluntaria del embarazo, fueron aprobadas por la Cámara de Diputados, lo que es un triunfo evidente para las mujeres y sus derechos fundamentales a la vida, la dignidad y la integridad, y que solo pudo ser posible gracias no solo a los movimientos de mujeres, sino también a la voluntad política de un Presidente decidido a actuar en función de sus convicciones y del interés nacional.
El valor de esta decisión política de Medina es mayor si tomamos en cuenta la feroz oposición de las iglesias a la despenalización parcial del aborto y el silencio o radical oposición de la mayoría de los principales partidos a las observaciones. Naturalmente, más allá de sus convicciones, Medina es, ha sido y será siempre un político pragmático: contrario a lo que piensan muchos políticos opositores al aborto, las encuestas revelan que la gran mayoría de la población dominicana, aun la que se confiesa cristiana practicante, apoya decididamente la despenalización en ciertos casos del aborto.
Sobra decir que los reparos jurídicos hechos a las observaciones presidenciales son totalmente insostenibles. Como bien explicó el diputado Elías Serulle en una brillante intervención parlamentaria, por ningún lado la Constitución establece que el Poder Ejecutivo debe enviar al Congreso Nacional la redacción propuesta como alternativa a los artículos observados, sino que el Presidente debe tan solo remitir “sus observaciones indicando los artículos sobre los cuales recaen y motivando las razones de la observación” (artículo 102), a lo que está acostumbrado el Congreso, como bien demostró Serulle al citar la práctica parlamentaria inveterada de una serie de leyes observadas que fueron aprobadas con sus observaciones a pesar de la ausencia de textos presidenciales.
Por otro lado, la fórmula del texto aprobado, aunque concita la desaprobación de las más radicales feministas y de los opuestos al aborto, lo que confirma por enésima vez que los extremos se juntan, es una obra genial de equilibrio político pues posterga tácticamente para una ley posterior la concreción de los demás supuestos de aborto permitido, aparte del aborto terapéutico consagrado en el Código Penal. Esto permitirá que, como bien expresara el rector electo de la Pontificia Universidad Catolica Madre y Maestra, Ramón Alfredo de la Cruz Baldera, se produzca “un diálogo entre ciencia, fe y razón” entre legisladores, médicos, científicos sociales, teólogos, activistas y juristas, a la hora de elaborar esta “ley especial” que fije los “requisitos” y “protocolos” de “la interrupción del embarazo por causa de violación, incesto o el originado en malformaciones del embrión incompatible con la vida clínicamente comprobada” (artículo 110, párrafo, del Código Penal).
Al margen de unas alegadas violaciones al procedimiento parlamentario que sostienen algunos, las cuales podrán ser perfectamente despejadas al momento en que se penetre al interior del Reglamento de la Cámara de Diputados y los usos parlamentarios y que, aun si existiesen, habría que determinar si son de tal entidad que impliquen nulidad constitucional, e independientemente de la necesidad de que la ley observada sea sancionada por ambas cámaras, lo cual puede ser obviado o con el envío por el Ejecutivo al Senado de la ley observada, si no lo hiciese la Cámara de Diputados, o por la vía del artículo 103 de la Constitución, el principal reto jurídico que enfrenta el Código Penal, es la eventual determinación –sea por el juez ordinario o por el Tribunal Constitucional- de su carácter de ley orgánica u ordinaria.
Desde 2010, he sostenido que, dado el carácter intensamente limitativo de libertades de las normas penales y por razones de seguridad jurídica que complican distinguir en un texto legal penal qué es materia orgánica y cuál ordinaria, es “preferible asumir la exigencia de ley orgánica para todas las normas penales” (pág. 338 de la última edición del volumen I de mi “Derecho Constitucional”), aunque debo confesar que no deben ser descartados alegremente los argumentos de quienes, siguiendo el criterio restrictivo de la materia orgánica que comparto –porque si no fuera así, todo lo que emana del Congreso debería ser ley orgánica-, sostienen lo contrario. En todo caso, en lo que todos estamos de acuerdo es que el Código Penal se tramitó en el Congreso como ley ordinaria, que la simple aprobación del mismo por las dos terceras partes de los miembros de ambas cámaras no lo hace per se ley orgánica y que no es válido constitucionalmente cambiar el procedimiento a mitad del río legislativo.
A menos que los jueces rechacen la práctica parlamentaria de aprobar las observaciones presidenciales de leyes orgánicas u ordinarias con mayoría simple y se adhieran, además, a la tesis de que las leyes penales deben revestir en toda su extensión el carácter de ley orgánica, dicha determinación o bien desemboca en el reconocimiento de que todo el Código Penal es ley ordinaria o concluye que algunas partes del Código Penal por su conexidad con derechos fundamentales deben ser reguladas por ley orgánica.