“Todo artista verdadero conoce por instinto su misión…El artista
es un portador consciente y feliz de su mal; es un suicida y hace holocausto con placidez y orgullo”
Paul Giudicelli: “Confesiones de un artista”
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Hace ya cuarenta años, en 1983, Jeannette Miller publicó su libro Paul Giudicelli, sobreviviente de una época oscura, bajo el auspicio de la Galería de Arte Moderno (hoy Museo de Arte Moderno) y la impresión de la editora Amigo del Hogar. El libro es un ensayo monográfico de 96 páginas que enriquece el conocimiento y el aprecio de uno de los más grandes artistas plásticos dominicanos, de cuyo nacimiento se cumplieron cien años en noviembre de 2021.
El estudio, serio y concienzudo, parte de una premisa fundamental: todo análisis de un artista y de su obra debe situarlo en su marco histórico, social y cultural. Miller sitúa a Giudicelli y su obra en contexto: la época oscura y tenebrosa que le tocó vivir, y de la que emergió como sobreviviente.
Hijo de inmigrantes corsos radicados en el Este de la isla, nacido en el ingenio Porvenir de San Pedro de Macorís, Giudicelli es un caso extraordinario y único en su género. Es un artista que llega relativamente tarde al arte y, sin embargo, está ya formado desde el principio; un artista innovador, estéticamente revolucionario, de temperamento sincero y apasionado, inquieto y profundo, pero también metódico, a un tiempo cerebral y sensual, intuitivo y conceptual, íntimo y social; un artista que, desde su primera exposición individual en la Escuela Nacional de Bellas Artes (la antigua ENBA), el 12 de diciembre de 1953, a sus treintaidós años, fue todo un descubrimiento. Allí se reveló como un artista maduro y prometedor. Presentó setenta obras: dibujos, óleos, gouaches, acuarelas y proyectos para mural.
Hablo de un artista visual cuya obra, aún hoy, es una verdadera revelación: una epiphaneia. Hablo de una carrera artística tardía y breve, demasiado breve, de apenas diecisiete años (1948-1965), si incluimos los tres años de estudios en la ENBA, o de catorce, si tomamos en cuenta sus primeras obras, o de sólo doce, si partimos de su primera exposición individual. Seis individuales entre 1953 y 1964. Y una producción copiosa, potente y valiosa, creada a un ritmo imparable, con una fuerza compulsiva y una voluntad firme y terca, rayana en lo autodestructivo.
Curiosamente, aquella época oscura que le tocó padecer tuvo también sus luces y sus destellos: la creación de la ENBA, fundada en 1942, por iniciativa de Rafael Díaz Niese, y de la Bienal Nacional de Artes Plásticas, que vivió un primer período ininterrumpido de 19 años, de 1942 a 1961. Giudicelli fue producto de ese sistema de arte bajo la dictadura trujillista, y pudo estudiar con los mejores maestros de la plástica de la época, tanto criollos (artistas de la talla de Celeste Woss y Gil, Yoryi Morel, Jaime Colson, Darío Suro) como extranjeros (el catalán Josep Gausachs, por quien sentía gran admiración y estima y a quien dedicó palabras elogiosas).
Al éxito de su primera muestra individual siguieron premios y reconocimientos en concursos de artes y en las bienales IX, X y XI de Santo Domingo. Cinco años después participó en la IX Bienal Nacional de Artes Plásticas, de 1958, y obtuvo el Primer Premio de Dibujo por su obra “Baño de hojas”. Los otros premiados no son nombres menos importantes: Eligio Pichardo (Primer Premio de Pintura) y Gaspar Mario Cruz (Primer Premio de Escultura). A juicio de Miller, esa IX bienal es particularmente importante porque sienta las bases para una verdadera producción moderna en el arte dominicano. Estas bases se consolidarían en la bienal posterior, la X, de 1960. En ella, Giudicelli obtuvo el Primer Premio de Pintura por su obra “Hombre espanto”. Podemos adivinar los nombres de los otros premiados: Eligio Pichardo (Segundo Premio de Pintura) y Gaspar Mario Cruz (Segundo Premio de Escultura). En la XI Bienal obtuvo el Primer Premio de Pintura por su obra “Meditación sobre la armadura de un soldado”.
Miller formula su tesis central: desde su primera muestra, Giudicelli se sitúa como el artista que -junto a Eligio Pichardo- introduce el modernismo en la plástica dominicana. Con Pichardo, comparte una responsabilidad que es mérito en la historia del arte moderno dominicano: “la introducción definitiva en la pintura dominicana de estructuras postcubistas, que soportaban una figuración de base geometrista llena de referentes animalescos y de fuerte carácter simbólico-social” (página 22). Vale decir que estos referentes son siempre taínos y africanos.
El arte de Giudicelli es un arte definido por la abstracción de las formas, por las esquematizaciones formales, por los esquemas geometrizantes, que valora lo nacional y lo autóctono, que abreva en las fuentes culturales -las raíces taínas y africanas- en sus pinturas, dibujos y cerámicas. Un arte abstracto que no excluye la preocupación social y humana, la visión de la tragedia, del sentimiento trágico de la vida, que aborda el conflicto entre el hombre y el ambiente, que viene a ser una versión del antagonismo nunca resuelto (y acaso irresoluble) entre el yo y el mundo, el artista y la sociedad. Un arte profunda y esencialmente desgarrado, un arte “feo”, “difícil” de sentir y entender para las miradas ligeras y frívolas de hoy.
Giudicelli eligió consciente el arte abstracto, las formas abstractas como estética, como lenguaje y como cosmovisión. Lo prefirió por la libertad expresiva que le permitía y no por mero rechazo del figurativismo, “por esa libertad absoluta de ejecución -nos dice en “Confesiones de un artista”- que obliga al artista a descargar su fuerza interior en función biológica”. Y así fue. En su obra y en su breve vida descargó toda la tremenda fuerza interior de que era capaz en función biológica y vital.